Hasta que un
periódico berlinés organizó un concurso para premiar la mejor respuesta a la
pregunta “¿Qué es la ilustración?”, ni la Enciclopedia se había propuesto
definirla. El ganador del concurso fue Immanuel Kant, quien veía en ella “la salida del hombre de la minoría de edad,
a la que se encuentra sometido por su propia culpa. Porque su causa estriba, no
en la falta de mente, sino en la falta de decisión y del valor de utilizarla
sin ser guiado por nadie. Sapere Aude! Ten el valor de servirte de tu propia
mente. Ese es el fundamento de la ilustración”. Después de la bronca que
nos ha pegado Gonzalo Pontón al recordarnos que no hemos traducido ni
interpretado correctamente los textos originarios de los ilustrados, lo cierto
es que cojo temblando las fuentes primarias, con el respeto que, de hecho,
merecen. Sin embargo, parece claro que –contra la verdad revelada por la fe o
la tradición- Kant está proponiendo una búsqueda, una desconfianza, en
definitiva una apuesta por mirar con nuestros propios ojos, un espíritu
crítico.
Resulta irónico que
un movimiento que supuestamente encumbra la razón como herramienta de
conocimiento de la verdad se deba explicar como algo tan mistérico, -“un
espíritu”-, o inconcreto, “una desconfianza”. Y es que explicar qué es la
ilustración no es fácil, y de hecho en secundaria y en bachillerato solemos
recurrir al tópico que, tras describir el Antiguo Régimen como unos tiempos
siniestros, presenta aquellos pensadores –diversos, contradictorios si se quiere,
pero que compartían una actitud crítica- como los sagaces formuladores de las
alternativas dispares –por mucho que la mayor parte de ellos quisiera salvar
con reformas aquel mundo agonizante- que contribuyeron a alumbrar el mundo
contemporáneo. Es un esquema útil y didáctico, pero esencialmente falso, por lo
que está bien que –en un premiado libro reciente- Gonzalo Pontón nos advierta
sobre la necesidad de matizarlo.
Hace apenas un año que yo hubiera aplaudido con las orejas al leer al prestigioso editor, porque –con una cierta impostura- yo mismo me refería a los ilustrados como “fachas” para escandalizar, con ese evidente anacronismo, a los auditorios más sensibles. Más sutilmente, a veces les recordaba que Voltaire –tan moderno y tolerante él- tenía parte de su capital invertido en el comercio de esclavos; o cómo Rousseau –más melómano que altruista- acudía disfrazado al concierto de un castratti. Lo que quiero decir es que comparto la desconfianza por aquellos plumillas de vía estrecha con la que Pontón acaba su libro, un manual de autor sobre el siglo XVIII. Y, sin embargo, el recordatorio me parece un poco a destiempo. Sé que nada más decirlo se escuchará un rumor de desaprobación a mi izquierda, y a más de un amigo progre escucharé cuchichear un “¡Ya estamos! ¿Y cuándo es el momento? ¡Nunca, seguro!”, ganándose alguna risita de complicidad mientras me dirige aquella mirada por encima del hombro que descalifica como presuntamente conservador todo aquello que no aplaude sus gracias libertarias. Así que voy a ver si puedo explicarme mejor, no vaya a ser que acabe defendiendo a aquellos ilustres pensadores a los que, como dice Pontón, no podemos considerar revolucionarios con pedigree, ya que aquella avalancha de cabezas rodando que sería más tarde la revolución les hubiera incomodado... y –más que la filantropía- defendieron los intereses (revestidos de elevados códigos morales) de la burguesía en ascenso.
A todos los que las
libertades nos tiran de la sisa y nos gustaría ver ampliado su margen nos
incomodaba que esos tímidos timoratos fueran elevados al olimpo de los
activistas como padres del pensamiento moderno. Pero de pronto llegó la COVID,
que entiendas como resultado lógico de una economía depredadora que destruye
ecosistemas, o del progreso globalizado que viaja en avión, nos obligaría a
hablar de la oportunidad del desmontaje del estado del Bienestar, o del
fanatismo con que se agitan las banderas. Sin embargo, quizá para evitar esos temas,
quienes con más entusiasmo han tomado la palabra en plena pandemia son un sinfín de tarugos sin cuento
que acuden a hacer su agosto de confusión. Hoy por hoy, por mucho que lo que
dice Pontón en su manual de autor me parece un recordatorio urgente de la
necesidad de volver a las fuentes y, para acercarnos a la verdad, deshacernos
de los tópicos interesados con que leyeron / nos presentaron a los ilustrados
los historiadores del positivismo decimonónico, Voltaire y Rousseau, con sus
mil carencias, me parecen más oportunos que toda esta multitud de
terraplanistas, antivacunas, conspiranoicos, neonazis y adoradores de ovnis,
que saturan la red de idiotadas… gente que te hace pensar que razón, verdad,
ciencia y lógica, que ya empezaron a ser cuestionados cuando la Gran Guerra
segó todo optimismo en las trincheras, constituyen un corsé más liberador de lo
que hemos creído hasta ahora, cuando pensábamos que no era posible ningún paso atrás. No es que quiera negar la crítica que los del 68 y
otros progres dirigieron al culto insensato al becerro de oro del progreso,
sino que me gustaría evitar que toda esta fauna presuntamente alternativa nos devuelva al pleistoceno. Me
escandalizo al pensar que en pocos meses haya podido cambiar tanto de opinión,
pero es que el debate sobre el significado de la ilustración es más complicado
(y angustioso) de lo que parece cuando da la vez a toda esa fauna de chalados.
Como que todo cuanto aborda la historiografía hierve a fuego lento, cada época ha tenido su propia lectura de la ilustración. En su día los filósofos tuvieron una acogida muy favorable entre los gobernantes europeos: el postureo no se inventó en los bares de la Barcelona post-olímpica, y la zarina Catalina (tan cacareada últimamente en las plataformas), e incluso Federico de Prusia desde el fondo de su armario, coquetearon con ellos (aunque siempre que fue posible… por carta). Ni que decir tiene que no les reían todas las gracias, pero sí aquellas que contribuían a racionalizar el esfuerzo controlador del estado, por lo que lograron pasar a la historia como déspotas (más o menos) ilustrados. Sólo en plena resaca postrevolucionaria hubo quien –borrachos de razón, o con una sensibilidad afectada (o enfermiza)- empezó a criticarlos. Los primeros románticos –que preferían la fantasía a la ciencia, el genio creador a la reflexión paciente, y el particularismo al cosmopolitismo- reaccionaron con furia contra el racionalismo, que les parecía uniformizador, y acusaron a la ilustración de haber traído la revolución. Para ellos, lejos de constituir ningún progreso, la ilustración apenas era la culpable de aquel episodio terrible de sangre y violencia que había empezado en 1789... Hasta que Tocqueville no escribiera, años después, “El Antiguo Régimen y la revolución”, los acontecimientos de Francia no serían resultado de un complejo ovillo de causas a desentrañar, sino de una conspiración que habían impulsado a escondidas cuatro masones muy empolvados y con peluca.
El acceso de la burguesía triunfante a la dirección del estado comportó una nueva visión a finales del s. XIX: la Europa de la Belle Epoque, o mejor dicho aquellos burgueses de puro, chistera, levita y bigote para los que era bella, vio en aquellos "filósofos" del siglo anterior un antecedente ilustre. Incluso Nietzsche, a quien aquella Europa tan señoreada y encantada de haberse conocido le rechinaba, llegó a dedicarle a Voltaire, con motivo del centenario de su muerte (1878), su “Humano demasiado humano. Un libro para espíritus libres”. Allí celebraba la ilustración como uno de los grandes eslabones del progreso humano, desmentía que hubiera traído la revolución (porque, en ese caso, no hubiera estallado solo en Francia) y distinguía entre una ilustración contraproducente (los delirios igualitaristas de Rousseau) y la que, representada por Voltaire, hubiera permitido desenmascarar al cristianismo y consagrar esa linterna con que contaba el (super)hombre para abrirse camino entre las tinieblas de la superstición… Ernst Troelsch profundizaba en esa visión (“Teoría sobre la ilustración”, 1897) sustituyendo el binomio “ilustración = revolución”, tan cacareado hasta entonces por los sectores más reaccionarios del primer romanticismo, por el binomio “ilustración – progreso”: todo lo anterior a la modernidad racionalista pasaba a ser medievalizante, y sólo la ilustración había logrado sustituir el dogma (la verdad sobrenatural) por el empirismo (la verdad científica). El progreso pasaba por el capitalismo, sus críticos eran unos pobres ignorantes, los obreros no sabían ver su grandeza cuando se gastaban el jornal en cerveza barata y se emborrachaban de anarquismo, y el futuro se prometía tan feliz que urgía llevarle la buena nueva a los africanos, que, en tanto corrían en taparrabos por la selva sin respetar la hora del té, demostraban vivir todavía entre tinieblas de superstición.
Así que el progreso y la lucha contra la superchería propios de la ilustración justificaban el reparto del pastel colonial. La burguesía alemana, que llegaba tarde a la fiesta pero lo hacía pletórica de éxito tras lograr su unificación también a golpe de “sangre y hierro”, apenas le añadió un matiz a esa definición tan optimista. Un pensador alemán de aquellos tiempos de positivismo historicista, Wilhem Dilthey, "nacionalizó" la definición de ilustración con tanta pasión como los franceses habían hecho con Voltaire: más allá de un sistema de ideas, una lista de valores favorables o contrarios a otros, la ilustración había sido un espíritu, una mentalidad, una cosmovisión. Y en su voluntad de ampliar el concepto, Dilthey desmentía la visión medievalizante que Nietzsche había propuesto de los tiempos de la modernidad encontrándole una excepción muy alemana: a sus ojos, la crítica del cristianismo instituido que había impulsado la reforma protestante en el siglo XVI era el antecedente ilustre de la toma de consciencia individual. Y ambas cosas, crítica e individualismo, constituían un paso decisivo en el camino hacia la ilustración del que los alemanes –en aquellos tiempos de construcción de naciones- podían sentirse orgullosos. Dicho de otra manera, Kant y Goethe podían ser considerados “Padres de la Patria” porque aportando razón, ciencia y técnica habían puesto la primera piedra del estado alemán que Bismarck acababa de construir. Los estados científicos que conformaban el mapa europeo en las vísperas de 1914 habían entronizado la ilustración: no esperaban que al masticarla en términos nacionales y progresistas se les iba a atragantar. La espina que se les clavó en el paladar se llamaría ametralladora.
1 comentario:
¡Un placer volver a leerte Ferran! mucho más con el que es quizás tu principal pasión y tema fetiche, por excelencia: la Ilustración. ¡Un abrazo fuerte!. Vamos hablando
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