En las entradas recientes me dediqué a celebrar,
resumiéndolo, la reedición del libro de Xavier Casals en el que describe
minuciosamente cómo Franco jugó con las ambiciones de los distintos aspirantes a
la corona española durante la dictadura. Mediante silencios, sugerencias y
atenciones les mantuvo dóciles y expectantes, pendientes de su decisión final,
rivalizando con sus respectivos rivales por el favor definitivo del dictador. Y
eso no sólo confirma la definición que hace Casals del general como de un
excelente “maniobrero”, que creo es lo que Paul Preston quería decir al titular
“El gran manipulador” la biografía que le dedicó; sino que también nos permite asistir
en primera fila al encarnizado juego de ambiciones dinásticas que desplegaron,
a menudo miserables, las distintas ramas de la dinastía borbónica.
Desde que cacerías, Corinas y caso Noos, terminaron
con la reputación y la popularidad de las que gozó Juan Carlos I durante casi
cuatro décadas, resulta fácil cebarse con la monarquía. Lejos de hacerlo, Xavier
Casals se limita a exponer hechos: incluso en el capítulo añadido a esta
edición, en el que cita de pasada el desafortunado mensaje que Felipe VI
dirigió a los catalanes el 3 de octubre de 2017, evita la crítica destructiva.
Pero desde que el CIS mostró que los ciudadanos valoraban con un suspenso a la
monarquía en abril de 2015, juntar las intrigas borbónicas en un texto lo
convierten en seguida en un manifiesto antimonárquico. No porque ataque la
monarquía, que no lo hace; sino porque –al reunir conductas silenciadas o
relegadas- deconstruye el discurso historiográfico creado artificiosamente para
consagrar la imagen inequívocamente democrática de la dinastía. Los tics
autoritarios de Alfonso XIII, la ambigua y cambiante actitud de Don Juan, o la
formación política de Juan Carlos a la sombra de la dictadura, son hechos
evidentes, historiográficamente incuestionables. Y lo que hace el autor es
recordarlos, ordenada y sistemáticamente, y situarlos en su contexto para
explicarlos. Además de la situación internacional, el móvil dinástico es la
clave más repetida: escuchamos a Don Juan decir que “no hago política, hago
dinastía”, y el mismo objetivo –mantener el trono- permite al autor proyectar
cierta valoración positiva en la trayectoria de Juan Carlos como pieza esencial
del proceso democratizador.
En un post anterior le habíamos dejado casándose, en
una magistral jugada política que le acercaba a una dinastía reinante, y a la
que los otros dos candidatos no pudieron evitar responder. Por un lado, Alfonso
de Borbón Dampierre (el primo cercano de Juan Carlos) buscó emparentar con el
sector legitimista del carlismo. En febrero de 1963, Doña Alicia de Borbón,
hija menor de Carlos VII y hermana de Doña Blanca, madre de Carlos VIII, lanzó
un mensaje desde Viareggio (Italia) como última representante de la línea
tradicionalista, revirtiendo en Alfonso los derechos de sucesión. Después de la
ley de prensa de Fraga, algunas publicaciones empezarán a conjeturar su posible
enlace con la nieta mayo de Franco, María del Carmen.
También en 1963 Juan Carlos le adelanta por la derecha
instalándose en el palacio de la Zarzuela. La preferencia del dictador se iba
inclinando: Sofía notaba la predilección de Franco por Juan Carlos, y procuraba
encandilarle envolviéndole en una atmósfera de alegría patriarcal. El corazón
del general, si es que tuvo alguno alguna vez, pareció convencido: en 1964 puso
a los príncipes a su derecha durante el desfile que conmemoraba la victoria de
1939.
Consciente de la dificultad de ampliar su base de
partidarios compitiendo con el candidato del Movimiento, Alfonso, o con el de
los tecnócratas, Juan Carlos, el tercer pretendiente perpetró una acrobacia de
difícil digestión entre los veteranos carlistas. Carlos Hugo decidió marcar
perfil democrático, “adecuando los principios tradicionalistas a la realidad de
los tiempos”. Se casó con Irene de Holanda, la segunda hija de la reina Juliana,
una dinastía con peso moral antifascista. Xavier Casals recoge la anécdota de
cómo, para mostrarle los apoyos que su prometido tenía, los carlistas organizaron
una aparentemente espontánea demostración de adhesión del público que asistía a
los sanfermines el 7 de julio de 1963. El giro ideológico desmotivaría el
movimiento: aunque en 1966, después de mostrarse partidario de una “monarquía
democrática y socialista”, llegó a hablar ante 150.000 personas en Montejurra,
su defensa de la libertad religiosa abrió importantes disensiones entre los
tradicionalistas.
Así que, mientras Alfonso se volvía más azul (a la
búsqueda de la bendición de Franco), y Carlos Hugo más rojo (a la búsqueda de
un mercado, el de la oposición democrática, que permanecía sin candidato), Don
Juan y Juan Carlos se conjuraron contra esa doble amenaza con una “doble
estrategia”: es la que Ansón siempre ha defendido que padre e hijo acordaron,
la que empujaría a Don Juan a buscar la aceptación de la España exiliada,
mientras Juan Carlos buscaba ser aceptado por la España franquista. Esta tesis,
muy acomodaticia para la monarquía actual, plantea una división del trabajo
armónica, y permite repartir méritos y minimizar tensiones familiares. Xavier
Casals advierte de que no tenemos fuentes que acrediten esa teoría, sino que
más bien ambos “se acomodaron de forma tácita a los espacios naturales que los
hechos situaron a cada cual”. No parece que Don Juan acumulara los méritos
necesarios para seducir al exilio después de “borbonear” a los socialistas en San
Juan de Luz (1948).
En septiembre de 1968 Salazar, el dictador portugués,
sufrió un derrame cerebral y Franco reconoció que debía precipitar la decisión.
Debió valorar que Juan Carlos presentaba muchos puntos a favor: la sangre de
los Borbones, la lealtad mostrada a las instituciones del régimen, la estrecha
relación con el ejército, la formación recibida. Todos hemos escuchado alguna
vez cómo, cuando Franco le comunicó a Juan Carlos su elección y él le contestó
que lo consultaría con su padre, el dictador le conminó a decidir en el acto.
Así que, a posteriori, Juan Carlos corrió a pedirle su bendición a Don Juan,
reiterando su “filial devoción” e “inmenso cariño”. En ese momento Franco ya
había escrito a Don Juan que no era “una restauración, sino una instauración de
la monarquía como coronación del proceso político del régimen”. Restaurar hubiera implicado ciertas
limitaciones constituciones al ejercicio del poder, el retorno del liberalismo.
En cambio, “instaurar” destruía la continuidad dinástica para fijar los
principios ordenadores del estado después de que Franco desapareciera. Así que,
cuando el 22 de julio de 1969 Franco le designó sucesor ante las Cortes,
recordó que “el reino que (…) hemos establecido nada debe al pasado; nace de
aquel acto decisivo del 18 de julio”. Juan Carlos recibió el título «Príncipe
de España», un título nuevo creado especialmente para él (que ofendería menos a
su padre que el de Príncipe de Asturias) y juró «lealtad a Su Excelencia el
Jefe del Estado y fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional y demás
Leyes Fundamentales del Reino».
Don Juan no criticó a su hijo, pero tampoco abdicó. Ya
en enero de 1969 Juan Carlos había concedido una entrevista en la que advertía
que “ninguna monarquía ha sido reinstaurada de manera rígida y sin
sacrificios”, insinuando su disposición a acceder al trono eludiendo la línea
de sucesión regular. Como hasta entonces se había definido a sí mismo como un
mero “enlace” entre su padre y España, los monárquicos debieron comprender que
Don Juan debía renunciar: había utilizado el neologismo “reinstaurar”, y no
restaurar. Justificó su postura ante su padre exiliado con el argumento de que
sólo aceptando la sucesión se podía restaurar la monarquía. Su padre
manifestaría en 1971 que el afecto por su hijo no le “impediría cumplir con sus
obligaciones como legítimo hijo de Alfonso XIII”.
Por tanto, no todo estaba ganado. No solamente había
que cicatrizar la herida paterna para convencer a los católicos. Juan Vilá
Reyes había sido detenido el mismo día de la proclamación: el escándalo MATESA estaba
siendo el instrumento del viejo Movimiento Nacional –discriminado del favor de
Franco por los tecnócratas- para quebrantar el proyecto de la facción “desarrollista”,
cuyo candidato a la sucesión de Franco era Juan Carlos. La jugada demuestra que el futuro no estaba
escrito, que había presiones de otras familias del franquismo. Y no sólo había
que ganarse a la familia y a las élites políticas: para ganarse la corona, Juan
Carlos debía ganarse la legitimidad popular y de la oposición. Ninguno de esos
retos parecía fácil: el PSOE en el exilio le calificaba como “príncipe de opereta”,
y Carrillo dijo que sería “Juan Carlos el Breve”. Así que la partida
continuaba…
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