El 26 de abril de 2010 Arturo Pérez reverte dedicaba su columna “patente
de corso” a criticar al diputado de Iniciativa per Catalunya Joan Herrera
porque había preguntado en las cortes si “por la Ley de Memoria Histórica (…)
el gobierno tenía previsto cambiar el nombra de la base Alfonso XIII de Melilla
(…) porque supone una exaltación franquista”. El gobierno había respondido que
la figura del rey no estaba incluida en ella porque “dejó de reinar con la
república, que fue anterior a la guerra civil y la dictadura”. Y el ampuloso y
presuntuoso intelectual capitalino se lamentaba de que “España debía ser el
único país de Europa para sentarse en las cortes no hacía falta tener ni el
bachillerato”.
En una entrada reciente ya vimos que la relación entre Franco y Alfonso
XIII fue bastante estrecha. Por lo que la pregunta de Joan Herrera estaba más que justificada y en realidad era don Arturo quien
meaba fuera de tiesto. Vamos, que lo malo no es ser tonto, sino que –siéndolo-
te creas el más listo y pontifiques en público. Finalmente, la anécdota
hace algo más que confirmarnos que en España hay demasiados pavos reales
mediáticos ejerciendo de eruditos jactanciosos venidos a más. Lo que demuestra
es que nadie conoce a Alfonso XIII, o que se construye a propósito un discurso falso para blanquear la dinastía y el orden político actual.
Desde que Blasco Ibáñez publicara en Francia “Alfonso XIII
desenmascarado” (1925), Valle-Inclán le llamara “ladrón” y el acta acusatoria
aprobada por las Cortes republicanas el 12 de noviembre de 1931 consagrara su
imagen de “perjuro” por haber suspendido en 1923 la constitución a la que se
debía desde 1902, el bisabuelo del actual rey resulta muy difícil de defender. Sigue
habiendo periodistas de cámara e intelectuales de salón que lo siguen
intentando, quizá porque los poderes que quieren perpetuarse necesitan de
abrazafarolas consagrados a crear una memoria falsa del pasado que legitime su
sempiterna presencia.
El historiador Carlos Seco Serrano intentó presentar a Alfonso XIII como un joven rey moderno, aficionado al deporte y a los coches. Lo del cine porno lo ignoró, porque su intención era ponerle la etiqueta de “regeneracionista”, que por otra parte acercaba al joven príncipe a los vientos intelectuales que soplaban por España en su adolescencia. Un cierto tono regeneracionista se intuye en la famosa página de su diario en la que, consciente de la importancia de tomar “las riendas del estado” y de que de él dependía “si ha de quedar en España monarquía borbónica”: en aquel manuscrito el rey creía que el país anhelaba “un alguien que le saque de esta situación” y se reconocía eligiendo entre “ser un rey que cubriera de gloria regenerando la patria, o bien uno que (…) fuera llevado y traído por sus ministros”. Lejos pues de dejar actuar libremente a los líderes de los partidos, el joven Alfonso se consagró a poner gobiernos, y a quitarlos, provocando las crisis que la prensa de entonces y los historiadores de hoy llamamos “orientales” porque su inspiración venía del Palacio de Oriente, pero también apelando entre líneas al poder omnímodo, considerado despótico, que presuntamente tenían los sultanes otomanos. Para justificar a Alfonso XIII se ha visto en esa frase del diario una apelación al papel que la constitución de 1876 asignaba al rey como uno de los “pares soberanos” que mutuamente se vigilaban / equilibraban para evitar distorsiones absolutistas (de uno, el rey) o democráticas (del otro, el parlamento), ambas aborrecidas por el liberalismo decimonónico. Sin embargo, las interpretaciones las carga el diablo y –del mismo modo que se podría interpretar el fragmento del diario Alfonsino como la asunción del papel de un rey constitucional efectivo, que superara la pasividad de su madre la Regente- otra lectura aún más perversa podría ver en la apelación a ese “alguien” (un líder carismático) o en la sutil crítica a los partidos “que llevan o traen al rey”, en definitiva, de la política hecha por civiles, una apuesta por la dictadura militar.
Y es que Alfonso XIII fue un soldado en el trono. Como decía Cardona en la portada de su libro, se sentía estadista pero solo era un espadón. Formado bajo el rígido
protocolo vienés que María Cristina impuso en la corte, tan beato que en 1930
todavía se realizó el lavado de los pies de doce pobres en Jueves Santo, creció
rodeado de profesores militares, cuarteles y desfiles, como si fuera un rey
germánico. Gabriel Cardona recoge una anécdota muy significativa del primer
consejo de ministros que presidió, el mismo día de su jura: el rey se enfrentó
al general Weyler, ministro de la Guerra, exigiéndole que abriera las academias
militares que se mantenían cerradas para reducir el número de mandos. En el
transcurso de la discusión, el rey tomó la constitución y leyó en ella que
“corresponde al rey conferir los empleos y conceder honores y distinciones de todas
clases”; a lo que el ministro de Marina respondió leyendo otro artículo
constitucional: “ningún mandato del rey puede llevarse a efecto si no está
refrendado por un ministro”. La anécdota es significativa, dice Cardona, porque
nos presenta un rey sensible a los militares irritados; y porque muestra su
perfil de metomentodo desde el primer día que tiene oportunidad. Sus continuas
presiones para favorecer a sus enchufados en los ascensos, destinos y
nombramientos provocaron múltiples incidentes. Durante el gobierno conservador
de Silvela se opuso a las restricciones del gasto militar propuestas por el
ministro de Hacienda, Raimundo Fernández Villaverde, que tuvo que dimitir en
marzo de 1903. Y cuando el general Arsenio Linares, ministro de la Guerra con Maura
en 1904, propuso al general Francisco Loño como Jefe de Estado Mayor, Alfonso
no aceptó el nombramiento y presionó para que lo fuera el general Polavieja.
Cuando el consejo de ministros proclamó unilateralmente al primero, Alfonso se
negó a firmar el nombramiento y Maura tuvo que dimitir en diciembre de 1904. La
principal consecuencia de este intervencionismo es que desvirtuó la jerarquía
militar: la costumbre de los oficiales de dirigirse directamente al rey agrietó
la disciplina y marginó al ministro de la guerra y el gobierno… en definitiva,
al poder civil. Por eso Gabriel Cardona se atrevía a decir que la Restauración,
más que terminar con el militarismo decimonónico, lo transformó, lo domesticó y
lo convirtió en una fuerza cortesana en la que los generales lograban las
prebendas sin necesidad de sublevarse.
En defensa del rey también se ha dicho que sus permanentes injerencias en
política se hacían creyendo adivinar los reclamos populares, y que en eso
estaba cuando aceptó la dictadura en 1923 o se marchó en 1931. Pero en eso
último también hay algo de mito: se ha dicho que el rey se limitó a cumplir la
orden de expulsión formulada por el Gobierno Provisional de la República tras
el inesperado resultado de las elecciones municipales del 12 de abril, y se ha
usado para demostrarlo cómo argumentó en su renuncia que quería evitar “lanzar
a un compatriota contra otro en fratricida guerra civil”. En realidad, acató
las instrucciones que se le daban porque era su única alternativa, al constatar
que las fuerzas de seguridad le habían abandonado y que nadie estaba dispuesto
a luchar por la monarquía. A punto de subir en Cartagena al barco que le
llevará al exilio todavía preguntó en Madrid por la reacción de los militares y
sólo al comprobar que no tenía apoyo ninguno se desalentó definitivamente:
hubiera luchado.
Y hablar del triste exilio que empezó ese día también nos puede traer
algunas sorpresas: puede que incluyera muchas noches de desolación y nostalgia,
incluso puede que hubiera estrecheces en ocasiones. De hecho, el historiador Guillermo
Cortázar escribía en 1996 que la Comisión
Dictaminadora del Caudal Privado de Alfonso XIII “después de dos años de
intensa búsqueda no encontró una prueba inculpatoria de enriquecimiento
ilegítimo del rey”, y Seco Serrano añadía que “los jacobinos republicanos
empeñado en desprestigiarle decidieron ocultar los resultados de aquella
fallida investigación”. Sin embargo, la fortuna de Alfonso XIII ha hecho correr
muchos ríos de tinta… y por la foto de la cacería de tigres en la India en 1933
no parece ni que se aburriera, ni que pasara las tardes convocando económicas
veladas de soda y mus.
No me atrevo a entrar en el tema de la fortuna de los Borbones, pero ha
habido investigadores como José María Zabala que lo han hecho, y con la ayuda
de míster Google se encuentran fuentes curiosas sobre el tema. Para
descalificar al personaje basta con ver cómo reaccionó a la tragedia que
vivieron los españoles poco después de su marcha. Para empezar, los Borbones no
se refugiaron en Londres: la capital británica acogió a la reina Guillermina de
Holanda, o al rey Haakon de Noruega, y otros más, durante la ocupación nazi de
sus estados. La elección de Roma como ciudad de acogida puede tener algún significado.
Es más: hasta su muerte en 1941, Alfonso XIII jamás pronunció una declaración
explícita de convicción democrática, jamás lamentó la tragedia de la guerra
civil, durante la cual esperó una resolución favorable a la monarquía.
En mi opinión, esos datos proyectan bastantes sombras sobre el personaje
como para que procuremos dejarle en un discreto segundo plano. No lo agitemos mucho, que huele. Y sin
embargo, en mi última escapada a Madrid, me encontré con una aparatosa
reivindicación de Alfonso XIII. Lo voy a contar en el próximo post.
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