Al fallecer Alfonso XIII se había consumado, en la
práctica, el paso de una monarquía liberal con ambiciones dictatoriales a una
dictadura cuyo titular ejerció el poder cual rey absoluto. Juan de Borbón, el
tercer hijo de Alfonso XIII, aceptó los derechos dinásticos con un discurso que
exaltaba los logros paternos, “pese a la
infecundidad de formas estatales impuestas por los tiempos”. No es la única
referencia a la superación del liberalismo como si de una antigualla se tratara:
el discurso también valora que su padre acertó al salvar África porque allí se
forjó “el espíritu combativo del ejército
que había de salvar a España”. A juicio del rey, pues, Franco había salvado
España. Tras el piropo, sin embargo, se escondía su enfrentamiento –como rey
sin corona que era, porque siéndolo por derecho dinástico, no lo era de hecho- con
el hombre que actuaba como rey, pero sin serlo (por la fuerza).
Dos
reyes sin corona, frente a frente (1941-1948). En
España tenía partidarios en la cúpula militar que consideraban que Franco se
había apoderado en beneficio propio de la trama del golpe. Un libro reciente
profundiza en lo que Carrero Blanco llamó, al advertir a Franco, el “divorcio entre partido y ejército";
y una de las últimas investigaciones de Ángel Viñas también apunta a los
contactos de estos generales con los británicos, alguno de los cuales huyó al
enterarse de que los británicos planeaban tomar las Canarias como base
monárquica antes de que Hitler se las pidiera a Franco en Hendaya. Estos
militares van a seguir conspirando: cuando el Eje cayó en África, 27
procuradores de las cortes propusieron a Franco restaurar la monarquía para
evitar represalias: fueron destituidos. Y cuando el rey italiano destituyó a
Mussolini, Kindelán y otros generales le insistieron por escrito. Franco
permaneció inmutable: advertía que la guerra mundial estaba cambiando de signo, así que
empezó a distanciarse de los falangistas –con el pretexto de los
acontecimientos de Begoña (1942)- e iniciará el camuflaje que le permitirá, con
los años, sobrevivir a la condena de los Aliados. Una de sus estrategias de
supervivencia será jugar con las aspiraciones monárquicas, sugiriendo a cada
candidato que tiene suficientes posibilidades de acceder al trono. Sabe que
algunos de ellos están en contacto con los Aliados: de hecho, Don Juan
participa en una operación junto a los maquis italianos en la frontera suiza,
azuzado por el director de contraespionaje, Allen Dulles, ansioso de dotarle de
un pasado antinazi por si había que contar con él en el futuro contra Franco; y
–acercándose la derrota del Eje- publicará el Manifiesto de Laussanne: “bajo la monarquía caben cuantas reformas
demanda el interés de la nación”. El documento llega a hablar de derechos
individuales, reconocer la diversidad regional y… ¡atención! “Una más justa
distribución de la riqueza”.
Mientras Don Juan se postulaba llegaba la victoria
definitiva de los Aliados, y la condena oficial del régimen en la conferencia
de Potsdam. Por si había intervención, la familia real se instaló en Estoril en
febrero de 1946: según el periodista Carles Sentís “porque en una noche
propicia se podía, en automóvil, alcanzar la capital de España”. Las
desconfianzas en el seno de la Gran Alianza contra Hitler –que desembocarán en la Guerra
Fría- salvarán a la dictadura de esa espada de Damocles que parece pender sobre
ella: es cierto que la ONU denunciaba los vínculos de Franco con el Eje, pero
también explicitó que no habría intervención. Así que Franco continuó disfrazando
la dictadura de “democracia orgánica” mediante las Leyes Fundamentales: Fuero
de los Españoles, Ley de Cortes, Ley de Referéndum… y ley de sucesión en 1947. Ninguna
tiene desperdicio, pero es esta última la que gestiona la relación del régimen
con los monárquicos: dice que España es un reino (artículo 1), que el actual
Jefe del Estado es vitalicio (2) y que puede designar sucesor (artículo 6). Don
Juan, enojado, responde a esa definición del régimen como una monarquía
electiva con un nuevo manifiesto, el de Estoril ese mismo 1947, defendiendo la
monarquía hereditaria y la legitimidad de la sucesión por la vía sanguínea. La
contradicción de esa declaración con respecto a la verborrea democratizadora de
los meses anteriores, que les estaba permitiendo contactar con sectores de la
oposición franquista en el exilio y negociar con el PSOE de Indalecio Prieto el
Pacto de San Juan de Luz (1948), es más que evidente. Pero más contradictorio
será que el mismo día que se firma el acuerdo con los socialistas, Don Juan se
entrevista con Franco en el Azor, en la Bahía de Vizcaya (25-8-1048) y llegará
con el dictador a un acuerdo: su hijo, Juan Carlos, estudiará en España. Franco
no sólo pretende dar credibilidad a su plan de restaurar la monarquía, sino quitársela
a Don Juan como alternativa ante la oposición: el largo exilio del aspirante
permitió verle oscilar entre el tradicionalismo y el liberalismo hasta
conseguir que el “juanismo” fuera -más que una opción ideológica- apenas un
conjunto de estrategias.
El joven príncipe que llegaba a España con apenas 8
años acabaría convirtiéndose en un “hijo sustitutivo”, pero en ese momento era
principalmente un rehén que garantizaba la discreción del heredero aspirante, quién a su vez le utilizaba para hacía valer sus derechos. Como solía bromear el
periodista Jaime Peñafiel, “entre su padre y el general, qué raro que no lo
descoyuntaron”. Pero el gran valor de esa jugada es que Franco deja bien claro que
–lejos de posibles planes de los aliados- la pugna por el trono se libraría
desde entonces en Madrid. En virtud de la Ley de Sucesión, y de su aceptación
tácita por los candidatos, que se moverán para seducir a Franco en su favor, la voluntad del dictador será la principal fuente de legitimidad de
la futura monarquía. Al mismo tiempo que Franco iba logrando el reconocimiento
exterior –postulando sus credenciales anticomunistas, tan útiles en la nueva
geopolítica de la Guerra Fría- dejaba callada toda oposición monárquica en el
interior.
La multiplicación de rivales (1949-1962). Si durante los años cuarenta Don Juan había actuado en el plano conspirativo (aunque nunca en el subversivo, como diría Julio Aróstegui), en los años cincuenta –con su hijo en la península como valedor de sus derechos- calló. Ese eclecticismo, que ya se había manifestado antes, cuando había oscilado entre las declaraciones tradicionalistas y las de presunción democrática, le valió –sin ideario ni estrategia- muy poca credibilidad entre los demócratas. Él alegaba “no hago política, sino dinastía”. El silencio se explica también porque en los años cincuenta –justo después de que Juan Carlos se instale en España- se le multiplicaron los rivales.
a) Por un lado, en 2/1949 su hermano mayor, Jaime, reclamaba públicamente en París los derechos dinásticos a los que había renunciado en 1933 por carta a su padre Alfonso XIII. Ahora, su esposa, Emmanuela de Dampierre le reprochaba que renunciado había “comprometido el futuro” de sus hijos Alfonso (nacido en 1936) y Gonzalo (1937) Borbón Dampierre. En 1954 Jaime ofreció a Franco que estos hijos estudiaran en España. El mayor reclamaba la condición de infante en 1957 y, más adelante, casará con una nieta de Franco, Mari Carmen Martínez Bordiu
b) Al morir en 1936 el pretendiente carlista, Alfonso Carlos de Borbón, su sobrino Javier pasaba a heredar sus derechos. En 1951 juraba los fueros vascos ante el árbol de Guernica, y al año siguiente hacía lo propio con los catalanes en Montserrat. En una entrevista para el diario "Arriba" (1955) Franco definía a los carlistas como "un diminuto grupo de integristas seguidores de un príncipe extranjero". Javier, entonces, decidió cambiar de estrategia: en 1956 la Comunión Tradicionalista destituía a Fal Conde, quizá por sus diferencias con don Javier y su secundogénito, Carlos Hugo. La estrategia de tensión con Franco que había defendido hasta entonces no había fructificado, así que Javier empezó a confraternizar con el régimen. Jóvenes tradicionalistas españolizaron a Carlos Hugo: le entraron clandestinamente, le enseñaron castellano y lo introdujeron en la vida social de la Navarra carlista.
Mientras tanto, Juan Carlos estudiaba en academias militares y ganaba presencia pública, lo que le convertía, en práctica, por estar el padre distante, en un rival. El libro de Xavier Casals contiene suculentas páginas sobre la rivalidad entre padre e hijo. Franco jugaba esa carta a propósito: ya había sobrevivido a una larga postguerra creando expectativas a los príncipes (Juan antes, Juan Carlos ahora) sin cercenar las de los reyes (Alfonso XIII antes, Juan ahora) por medio de silencios. En ese momento había tres pretendientes: Don Juan y su hijo Juan Carlos, su hermano Jaime y su hijo Alfonso, y el “carlismo lejano” de Javier y su hijo Carlos Hugo.
Este último también fijó también su residencia en Madrid. Resulta divertido conocer a quién tenía por vecino. En un discurso de 1961 Carlos Hugo dice que su proyecto es democrático porque se basa en "el gobierno de regiones y municipios bajo la protección jurídica de los fueros”. Desde 1954 celebra en Montejurra una ceremonia de recuerdo de los requetés fallecidos en la guerra civil: en 1961 le escuchan más de cincuenta mil personas.
¿Qué ficha movió Don Juan en el tablero ante tal
acumulación de rivales? Por un lado le ofreció el Toisón de Oro a Franco (que
lo rechazó); por otro anunció el compromiso de Juan Carlos con Sofía de
Schleswig-Holstein Sonderburg Gluksburg, biznieta del Káiser y primogénita de
los futuros reyes de Grecia Pablo I y Federica de Hesse. Sus abuelos maternos,
los prusianos duques de Brunswick, habían mantenido con el nazismo vínculos
controvertidos. En 1924 la república de Grecia había mandado al exilio a su tío
Jorge II, que había regresado en 1935 gracias a un golpe del general Metaxas.
La familia había sido nómada durante la “triple invasión” en la guerra mundial,
y Sofía había vuelto a Atenas con ocho años, tras el referéndum que había
restaurado la monarquía en 1946. En 1947 había muerto Jorge II y le había
sustituido el padre de Sofía, Pablo, en plena guerra civil. Así que Sofía se
había formado en un internado en Alemania. Con ella Don Juan quería evitar
“fabioladas” (morganáticas): casando a Juan Carlos con una dinastía reinante su
candidatura ganaba puntos frente a sus rivales dampierristas y carlistas.
También obligaba a los rivales a superar la jugada. ¡Y lo iba a hacer!
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