Escribir sobre el Renacimiento italiano constituye un reto complicado. No sólo por la multitud de lecturas, personajes, escenarios y facetas que incluye, sino, como ha escrito Pedro Ruiz Pérez (Universidad de Córdoba), por la ausencia de manifiestos o pensadores oficiales. Entre los grandes humanistas del Renacimiento apenas podemos detectar una concepción negativa del tiempo anterior, que se manifiesta en la aparición de referencias a una presunta "modernidad"; y es que presentando sus aportaciones como el abandono de la oscuridad producida por el hundimiento del mundo antiguo, aquellos círculos eruditos periodizaron la Historia. Le sospechamos, por ejemplo, a Giorgio Vasari cierta consciencia histórica cuando habla de “rinascita”: los humanistas no veían en aquella época que quedaba “en medio” entre ellos, la supuesta "rinascita, y el mundo clásico, nada más que barbarie, ignorancia y superstición. Por eso buscaron con admiración en el mundo clásico referentes, y, así, fijaron el hábito de resituar los textos consagrados –incluidas las Sagradas Escrituras- en el momento histórico que las había visto nacer.
Ese componente filológico del humanismo constituye el primer motor del Renacimiento. Por eso Eugenio Garin pudo decir que «tutto l'inizio del Rinascimento è filologico» y Robert Weiss, que fue inicialmente “una cuestión de libros: la corrección e interpretación de los ya conocidos, (…) y la búsqueda de otros que pudieran conservarse en lugares oscuros». Sin embargo, el Renacimiento fue algo más que círculos eruditos preocupándose por escribir con una sintaxis latina pura, porque ese viaje intelectual en busca de las fuentes originales acabaría constituyendo una revolución del pensamiento con incontables aplicaciones prácticas. Pedro Ruíz Pérez lo dice de manera ejemplar: “igual que el establecimiento de las leyes ópticas en la pintura permitió la correcta disposición de las figuras en el espacio del cuadro, el desarrollo de la perspectiva histórica aportado por la filología dotó al individuo renacentista de una visión de la Historia con secuencia temporal. Mientras que lo medieval incluyó un arraigado sentido de continuidad, el renacimiento volvió su atención a lo clásico con admiración y deseo de emulación, emparentándose con la antigüedad dando un salto por encima del período anterior”. Así pues, la admiración por las ruinas y la contemplación de los despojos del mundo antiguo podría ser interpretado como otro retorno a las fuentes parecido al que –también siguiendo el método filológico- harán los reformadores con los textos sagrados a la búsqueda de la pureza de la iglesia primitiva.
En cuanto escribes cuatro líneas sobre el Renacimiento, pues, aprecias la otra gran dificultad que implica; porque sumergirse en la crítica textual o en la teología requiere unos saberes y una sensibilidad sin la que un historiador generalista anda perdido. Sin ellas se queda en la periferia del tema histórico al que se enfrenta y queda muy alejado de de las claves que lo explican.
Afortunadamente, contamos con grandes cosmovisiones del periodo desde que la historiografía positivista decimonónica lo periodizó. Al titular “La Renaissance” el séptimo volumen de su “Historia de Francia”, Jules Michelet inauguraba una visión del Renacimiento como “descubrimiento del mundo, del espacio y del hombre”, que afectaba a todos los ámbitos de la vida, no sólo al arte o al humanismo. Poco después, Burckhard sistematizaría esa concepción del Renacimiento como ruptura con lo medieval, y Heinrich Wölfflin (Renaissance und Barock, 1888) hizo lo mismo con su tiempo posterior: aunque se centraba en el arte y abandonaba las visiones globales, consagró una descripción del Renacimiento por oposición al barroco sucesor, convirtiéndolo en “el arte de la belleza apacible… En sus creaciones perfectas no se encuentra ninguna pesantez ni ninguna traba, ninguna inquietud ni tampoco agitación”. Desde entonces, el Renacimiento sería equilibrio y percepción, quietud y sosiego, en su belleza nada parecía “forzado, inhibido, desasosegado o agitado”. En resumen, la historiografía decimonónica conceptualizó el Renacimiento como un período determinado de la secuencia histórica delimitado por contraste con las épocas contiguas. Y en tanto el optimismo científico empapaba la mirada de la burguesía decimonónica triunfante, se celebró el carácter racionalista, laico, liberal e ilustrado de aquel tiempo.
Las catástrofes del siglo XX, que en cierto modo suponían el fracaso del racionalismo, agotaron esa visión historiográfica. El Renacimiento empezó a ser desacreditado: se celebraron sus aspectos cristianos (rebajando así su presunta esencia rupturista), sus continuidades respecto a los tiempos medievales (diluyendo sus límites) y sus variantes nacionales (imposibilitando cualquier paradigma). El giro cultural de los años ochenta acabaría diluyendo el concepto: los analistas del discurso decían que sobre el Renacimiento se había escrito un relato simbólico que usaba metáforas (como "despertar" o "renacer") para describir lo que en realidad sería un cambio de mentalidad muy lento, más progresivo que rupturista. Se descalificaba así a aquellos autores del XIX -Burckhard o Walter Peter- como si fueran una especie de aristocracia intelectual asustada por la democracia industrial, a la que veían destruir la belleza y el gusto artístico, y que habían buscado refugio en un mundo inventado de genios tan excéntricos, sofisticados y enfrentados a las ideas de su tiempo… ¡como ellos mismos! El Renacimiento habría nacido de una mirada hedonista de los placeres de los sentidos que celebraría la democracia limitada de las ciudades-estado italianas, el escepticismo religioso, la belleza artística y la superioridad europea... con una nostalgia enfermiza.
Las dos interpretaciones del Renacimiento han venido enfrentándose hasta hoy, lo que explica que Paul Kristeler, para quien el humanismo apenas era un programa educativo basado en los studia humanitatis que nunca reemplazó la vieja escolástica medieval (El pensamiento renacentistas y sus fuentes, 1979), sostuviera una visión tan distinta a la de Eugenio Garin, que lo interpretaba como una reacción contra la vieja escolástica capaz de reivindicar la centralidad de la experiencia humana, por lo que podía hablar de “La revolución cultural del Renacimiento”. Supongo que cansado de discutir, Peter Burke, que sigue siendo la “vaca sagrada” de obligatoria lectura si uno quiere acercarse al tema, acabaría diciendo que el Renacimiento era apenas un mito y alargaba su cronología entre 1300 y 1600 para buscar cambios progresivos, nunca rupturistas. El problema de esa relativización y su inclusión en ella de diásporas de artistas, cartas entre pensadores, opúsculos y partituras, grafitis, jarrones o recetas, es que el Renacimiento se ve en tantos detalles tan distantes, sutiles y contradictorios… que al final el concepto parece diluirse entre brumas.
Quizá eso es lo que ocurre con el libro de Catherine Fletcher: que gracias a esa historiografía disolvente cualquiera puede meter en el túrmix todo tipo de materiales mezclados para cocinar su propio consomé renacentista. La doctora británica estará acostumbrada a presentarle ese mejunje a sus compatriotas con inquietudes, los veraneantes que se recorren el continente en pantalón corto, chanclas, calcetines y salacot. Quizá un público poco exigente pueda aplaudir ese tótum revolutum con entusiasmo, pero a mi me sorprende que la cubierta con la que se ha comercializado el libro no resulte confusa, incómoda y poco armoniosa a nadie.
La catedrática de la Manchester Metropolitan University ha publicado antes prometedores estudios sobre la diplomacia del Renacimiento y el Príncipe Negro de Florencia que no se han traducido. La cuidada selección de los temas me proporciona la impresión de que el desaguisado llamado “La belleza y el terror” es culpa de la editorial: este nuevo ensayo se subtitula “una historia alternativa del Renacimiento italiano” y el libro que Fletcher dedicó al divorcio de Enrique VIII ya publicitaba que era “The Untold Story”. O algún comercial con ínfulas está abusando de la misma estrategia de venta, o el libro era un compromiso editorial: cuando los agentes literarios ganan cuatro perras con un libro le piden al autor que escriba rápidamente otro, para aprovechar el tirón y ganarse cuatro perras más. La calidad les da lo mismo, algo de lo que no quiero acusarles en concreto porque, a fin de cuentas, les ocurre igual a las macro-granjas, la sanidad privada o los restaurantes de comida rápida: el cambio climático, nuestra salud o la procedencia de los ingredientes se la trae al pairo. Lo único que les preocupa es que les paguemos la mercancía con diligencia, y para eso se encargan de presentarlo con falsas promesas, envoltorios coloridos o jóvenes modelos desnudos. En el caso que me ocupa los técnicos de ventas se han lucido porque el título del libro es suficientemente llamativo como para hacer olvidar al comprador que no consigue reconocer qué narices hay dibujado en la portada.
Hay que decir, sin embargo, que ese título -“La belleza y el terror”- quiere sugerirnos que aquellos tiempos estuvieron plagados de despiadadas matanzas, asesinatos, saqueos, violaciones y esclavitud como si la conquista británica de la India, la Guerra Fría en Latinoamérica, o la reforma religiosa de Akenatón fueran piscinas de bolas en una fiesta infantil, o un partido de petanca de amables jubilados extremeños. Sin embargo, es un anzuelo perfecto que ha permitido a la prensa recoger como noticia la publicación, titulando sus crónicas “un arte manchado de sangre”, “la cara oculta del renacimiento” y otros delirios de reporteros atribulados que deben alimentar su nómina a golpe de "clic" y “megusta” de los despistados internautas. Como siempre, el récord se lo lleva la derecha: Libertad Digital tituló “el renacimiento fue más salvaje que Juego de Tronos”, y El Mundo “El marido de MonaLisa fue traficante de esclavos”. A La Vanguardia le disculparéque haya incluido el Mejunje renacentista en una lista de 25 sugerencias que regalar en Navidad, porque imagino que el pobre periodista que escribía la noticia debía estar tan desesperado buscando novedades editoriales de calidad que cuando llevaba 24 debía estar convencido de la inutilidad de la búsqueda. A fin de cuentas, en alguna ocasión yo también he regalado una corbata.
Lo único que tiene de alternativa la historia que cuenta la señora Fletcher es que hubiera estado mejor cualquier otra alternativa cuando me dirigí a la caja de la librería. Los lectores compulsivos entenderán a qué me refiero: siempre tenemos libros por leer, y habernos equivocado al comprar –más que una pérdida de tiempo, que leer nunca lo es- ha supuesto una oportunidad perdida de comprar otro libro y hacer así una mejor inversión. Nada de lo que he leído en “La belleza y el terror” me ha parecido nuevo. Juntar con fundamento historias ya contadas podría tener su gracia, pero en este caso la única gracia que he encontrado es la presentación del papa Paulo III, que en resumidas cuentas fue el típico tarado de la Contra Reforma, un malnacido del mismo pelaje que Juan Pablo II: buen propagandista, pero con una excesiva propensión a encender el mechero en cuanto sospecha una herejía.
Que una británica le reproche a un papa cierto exceso de celo, en este caso matar moscas con lanzallamas, tiene su lógica. De todos modos, las tribulaciones de los Tudor –que permiten a la dinastía superar la cualificación de familia desestructurada- no tienen nada que envidiarle a los Farnesio. Si el móvil del libro era la “sangre renacentista”, la autora podría echarle un vistazo a la corte de Enrique VIII. Sin embargo, su ensayo apenas sale de Italia cuando le conviene: para ver caer Constantinopla y escandalizarse con la conquista de América desde lejos. A los reparos que me producen las coordenadas geográficas con que se ha escrito “la belleza y el terror”, debo añadir las cronológicas: uno no acaba de entender que una historia general de Renacimiento italiano empiece en 1492, justo cuando se muere el gran mecenas de Florencia, dejando fuera del alcance de los lectores a Botticelli, Donatello o Brunelleschi. En el capítulo 2 se intenta justificar esas ausencias utilizando las Guerras de Italia como marco cronológico, pero luego, en lugar de acabar en Cateau-Cambresis (1559), la historia llega a Lepanto, sin que se dé sentido a que aquella batalla tenga más derecho a poner fin al Renacimiento que, por ejemplo, la Matanza de San Bartolomé, que tampoco estaría muy lejos de Italia ni del año de Lepanto… ¡pero no sale ni tan sólo citada, supongo que por acotar un ámbito geográfico del que, en cambio, sí se sale para visitar el campo de batalla en Mohaczs o acompañar a Leonardo camino de la corte de Francisco I!
Para acabar debo decir que el libro contiene algunos errores sobre los Reyes Católicos: ni obtuvieron ese título por la conquista de Granada, ni la rendición culminó con una ceremonia majestuosa y humillante, ni la inquisición se dedicaba a perseguir a los judíos. En el caso que se trate de licencias literarias, por muy divulgativo que sea un ensayo creo que se deberían usar con más cuidado. Las hay bellísimas en los primeros párrafos de cada capítulo, siempre son atractivas y con fuerza inmersiva: la autora se sirve de la coronación de Federico III (capítulo 1), el caballo Sforza de Leonardo (3) o el viaje de Lutero a Roma (9), e incluye valoraciones muy interesantes sobre el matrimonio Arnolfini (2), los apartamentos Borgia en el Vaticano (4) o los “avatares del Cortesano”, que diría Burke (19). El problema del mejunje es que lo mismo habla de sexo que de armas con la misma superficialidad, por lo que cuando no tienes una base de alguno de los temas que aborda las referencias te parecen tan toscas que no acabas de encontrar qué sentido tienen. Hay varias descripciones de batallas que se hacen muy aburridas, y algunas semblanzas de personajes trazadas con una superficialidad desprovista de significado. Cubriendo tantos personajes y acontecimientos, uno se maravilla de que un libro pueda resultar aburrido. Quizá su principal mérito es que invita a leer más. Siembra la semilla, o te obliga a buscar para desmentir.