Un espacio para el encuentro con historiadores y apasionados por la Historia. Con los que se emocionan con la polémica historiográfica, con la divulgación o la investigación. Y creen en la Historia como instrumento de compromiso social. Porque somos algo más que ratones de biblioteca o aprendices de erudito. Porque nuestro objeto de estudio son personas.
Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
viernes, 20 de mayo de 2011
ESPAÑA CON POCAS LUCES
A principios de mes asistí a una jornada en la Univeritat Pompeu Fabra que, organizada en el marco del proyecto de investigación que dirige el profesor Joaquim Albareda, ofrecía un ágil estado de la cuestión sobre el pretendido despotismo ilustrado español. Bajo el título “La monarquía borbònica d’Espanya en el segle XVIII: realitats i mites”, se ofrecieron siete ponencias brillantísimas entre las que me parecieron especialmente interesantes las de Francisco Andujar (Universidad de Almería) –que demostró que la venalidad de cargos y honores continuó siendo el recurso sistemático de los Borbones para recaudar, lo que desmerece las pretensiones de reforzamiento racional del poder central que se les asignaba- y la de José Luis Gómez Urdáñez, que nos recordó que –por mucho que sublimemos los proyectos de algunos servidores de la monarquía cual pericias ilustradas- lo cierto es que la mayor parte de esos supuestos ilustrados acabaron siendo “víctimas de la Real Gana”: personajes como Macanaz, Ensenada, Floridablanca, Jovellanos, Aranda u Olávide acabaron exiliados de la corte, cuando no encerrados en un castillo.
¿A qué se debe pues que nos haya llegado ese mito de la monarquía ilustrada y reformista? Pues según Gómez Urdáñez, a que el personal técnico bien formado de “advenedizos, parvenu” –o, como bromeaba, “Ensenadas (en sí nada)”- necesitaban sacralizar la fuente de su poder –la monarquía- para legitimarse ante la vieja burocracia polisinodial desplazada por su promoción. Frente a esa masa de ofendidos era tal su debilidad, que tuvieron que inventarse una imagen ilustrada de su protector. Que, sin embargo, pocas veces estuvo a la altura. Y no lo digo solamente por las graves disminuciones psíquicas que sufrieron Felipe V o Fernando VI, sino incluso por quién más se ha llevado la fama de reformista y mejor alcalde.
Sánchez Blanco ha escrito que si Carlos III modernizó Madrid fue par publicitar su magnificencia, que apenas era un devoto que salía de caza cargado de reliquias, y que “en el punto de mira de su escopeta se cruzan pocas ideas (…) Las cartas a Bernardo Tanucci le muestran absorto en las piezas cobradas y la cría de faisanes”. Ya Domínguez Ortiz nos había advertido de cómo termina la polémica sobre el teatro (que tanto contribuía a formar al pueblo, según los ilustrados) con el decreto de 1774, y el Equipo Madrid escribió hace años que Carlos III había tratado de restablecer la inquisición en Nápoles contra la opinión de Tabucci, que de joven quiso quemar un volumen del Teatro Crítico de Feijoo y que –contra las alteraciones de 1766- permitió que sus ilustres ilustrados aplicaran una brutal represión, en la que destacó Moniño en Cuenca aplicando la tortura judicial, una práctica casi desterrada en los tribunales españoles, dos años después de que Beccaria publicara “Los delitos y las penas”. O las lecturas se le acumulaban en la mesita de noche, o Floridablanca no es tan ilustrado como lo pintan…
Incluso Ricardo Wall escribió que le temblaban las piernas cuando Fernando VI fruncía el ceño: “lo cierto que en los secretarios de estado no reside la más leve autoridad cuando cesa la voz del rey”. Esta circunstancia explica que durante el siglo los impulsos reformistas no provengan de una determinada planta de gobierno, sino de distintas instancias que –en respectivas ocasiones- se ganan la confianza regia. Unas veces la acción política se despierta desde las grandes secretarías (Patiño, Carvajal, Ensenada), otras desde el confesionario (Rávago, Eleta), otras desde los consejos (Aranda, Campomanes). Esta inspiración tan caprichosa como regia es la que permite que muchos historiadores digan que la monarquía borbónica tuvo mucho de déspota, pero muy poco de ilustrada: sus políticas buscaban el reforzamiento del poder real, pero ni modernización ni racionalismo. Gómez Urdáñez –uno de los pocos historiadores que incluye en sus reflexiones sobre la ilustración española referencias al proyecto ensenadista de exterminio de los gitanos- ha escrito también que frecuentemente los proyectos de Ensenada no eran filantrópicos, sólo querían fortalecer al estado/rey: sus lamentos por el injusto reparto de los impuestos pretendían lograr la contribución de los más ricos, pero su objetivo principal es reforzar al rey que le protege, y no tiene nada de filantropía. Además, cuando esos proyectos fracasan, como hará la Única Contribución, lo único que queda es una monarquía más fuerte, y poco más.
Me parece especialmente grave adjudicarle modernidad ilustrada a las reformas de la primera mitad del siglo XVIIII, mucho antes pues de que la ilustración fuera un referente incuestionable en Europa, ya que -de ser ilustradas esas medidas- España sería una auténtica precursora!. En realidad, las reflexiones sobre la oportunidad que se pierde en América, el desarrollo de la armada para proteger su eficiente explotación, iniciativas como las manufactura reales y las compañías privilegiadas, más que pretensiones ilustradas, son mecanismos de reforzamiento del poder real, políticas mercantilistas que someten la economía al control regio. Se habla de una “liberalización del comercio” en 1778 cuando en realidad la apertura de la “carrera de Indias” a una selecta elite de puertos peninsulares no puede ser considerada una liberalización, sino una mera ampliación del monopolio.
En última instancia, las grandes reformas proyectadas se quedan en proyectos frustrados, apenas parches que los privilegiados critican, y a los que se resisten.
Cuando el bien común que deberían haber traído las reformas, según la retórica ilustrada, se queda en el camino, queda un estado fuerte al servicio de los poderosos. Pietro Giusti, un veneciano al servicio de la embajada austriaca en Madrid, escribía a Cesare Beccaria el 12 de enero de 1775 que las Luces penetraban en España “con maggiore difficoltà e lentezza”. ¡No parece, a juzgar por la actualidad, que la cosa haya cambiado mucho!
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