Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

sábado, 26 de marzo de 2011

CLEOPATRA DES-LIZ-ADA






















Los titulares periodísticos que han dado cuenta del fallecimiento de Liz Taylor se sirven de su belleza, de su “mirada violeta” o de la sexualidad contenida (o insatisfecha) con la que se instaló en el imaginario occidental como una “gata” tras el éxito de la adaptación cinematográfica de Tenesse Williams, en la que reclamaba la atención de Paul Newman “sobre el tejado de zinc” caliente. Ese sexismo se me antoja tan misógino como el tratamiento que Cleopatra recibió hasta hace bien poco por parte de la historiografía. Hoy quiero reivindicar al personaje y a su intérprete, porque ambas me fascinaron desde que Terenci Moix me hizo reparar, en el transcurso de una entrevista en el “Ferran a les bosques” que presenté en Ràdio Gràcia, en la desfachatez presuntuosa, intrigante, desafiante y sexual con la que Cleopatra –la real, y la de ficción- recibía a Antonio en Tarso.

Tardé en entender por qué Cleopatra y Liz me fascinaron desde joven, ya que en cosas del deseo nunca fui el primero de la clase. Luego supe que Liz siempre meció la enfermiza sensibilidad de Montgomery Clift, que guardó en el cofre de su confianza el secreto más íntimo de James Dean (como acaba de saberse) y que estuvo al lado de su amigo Rock cuando Hudson anunció –con valentía primeriza- que era seropositivo, sacudiendo la patética moralina neoliberal que barnizaba –durante los 80- la liberalidad promiscua, un tanto artificiosa pero intensamente humana, de los 70. Mientras las “señoras muy señoreadas” se escandalizaban, Liz se comprometió activamente en la lucha contra el SIDA. Y quizá esa valentía con la que se alzó sobre la mediocridad me haya remitido siempre a las mujeres valientes de mi vida: entre Melania y Rosa hay un encendido repertorio de Evas, Vickys, Isabeles, Olgas o Elenas, Lupes, Claras o Esteres, a las que quiero con locura, sin las que yo no podría ser explicado, y que han sido mucho más que risas y confidencias. A todas ellas les quiero dedicar este post.



El jueves me tenía invitado Marina a una clase de latín para que explicara a los bachilleres del instituto la crisis republicana y la transición al imperio. Para ilustrarlo, aproveché la oportunidad para comprarme la edición coleccionista de la Cleopatra de Mankiewicz en DVD, y me pasé una tarde entera de sofá y palomitas, sin saber que al mismo tiempo, la Taylor tomaba el camino del tribunal de Osiris, donde imagino que no habrá sido fácil pesar un corazón que había querido tanto. La impresión que causó aquella película en mi imaginación juvenil me empujó hacia la Historia, sin duda. Aunque hoy, me doy cuenta de que –como todas las visiones del pasado- no está exenta de intencionadas subjetividades. José Uroz ha escrito para la Universidad de Alicante que la sexualidad liberada de la reina constituía un “exponente de la inquietante nueva mujer americana que anunciaban las famosas encuestas de Kinsey de 1948 y 1953 sobre la conducta sexual de los americanos”. Al presentarnos a Cleopatra como una mujer que apostaba por el amor, Mankiewicz rompía con las versiones anteriores, que se servían de las sociedades antiguas para someter a las mujeres demostrándoles que la líbido sin el ordenado control matrimonial había conducido a la decadencia de brillantes civilizaciones. Uroz añade que el director adjudicaba a la reina un proyecto imperial universal “en el que se respetaran las idiosincrasias de las viejas naciones del Oriente bajo un común, liberal y tolerante helenismo”, algo así como el nuevo orden mundial que soñaban los “voceros del Kennedismo”.



En otro brillante artículo, Alberto Prieto Arciniega (UAB) analiza con quirúrgica escrupulosidad la película y le reprende una “excesiva caracterización egiptizante” más propia de los Ramsésidas que de los Ptolomeos, que Octavio aparezca como un prominente senador cuando no tomó la toga virilis hasta el 49 a.C., y no accedió al senado antes del asesinato de César, y la convivencia de éste con la reina bajo un mismo techo durante su estancia en Roma. Aunque Suetonio dice que Cleopatra se marchó antes del asesinato, la película la muestra escapar tras los idus de marzo. No sólo ignora así la prevención de Calpurnia; también que Cleopatra se llevó a Roma a su hermano y esposo Ptolomeo XIV. Y, siguiendo con los descuidos, la imponente secuencia de la presentación de la reina en Roma olvida también que la ceremonia se concibió como un triunfo cesarista (46 aC) en el que la hermana de la reina, Arsinoe, desfiló cargada de cadenas.

El seguimiento de las fuentes latinas en la concepción del guión nos permite asistir al suicidio de la reina con serpiente incluida: Plutarco dice haber tomado los datos del propio médico de Cleopatra, en cambio Dión Casio ofrece el relato de Cleopatra intentando seducir a Octavio en un último alarde. Parece lógico preferir el beso de la serpiente, porque en la película, el hijo adoptivo de César aparenta ser frío, enfermizo y calculador, quintaesencia de la ambición de poder. En cambio, la descripción de Marco Antonio está claramente influida por la propaganda augústea, que eludió la crítica frontal contra él para convertirle en un pobre diablo envenenado por los encantos de una perversa déspota oriental: en la película aparece como un bocazas hercúleo, borracho y bravucón. Los partidarios de Octavio llegaron a retratarle como un mequetrefe atrapado en las redes de una mujer astuta y lujuriosa, consagrada al dominio de los hombres gracias al conocimiento del sexo más sofisticado.



Ese discurso misógino ha escondido a la verdadera Cleopatra. El propio Horacio, en sus Odas (I, 37, 21) dice que “no cabe duda de la capacidad de Cleopatra” y reconoce que “la propaganda de Octaviano distorsionó a Cleopatra más allá de toda medida y de toda decencia”. Por eso, la autora de los tratados de cosmética y medicina que hablaba ocho idiomas, quedó ensombrecida así por la femme fatale. Nuria Castro la reivindicó recientemente en una conferencia en el IEMED a cargo del Club d’Amics de la UNESCO de Barcelona. Era el día de la mujer, por lo que mi egiptóloga de cabecera acudía de un violeta tan elegante como militante (igual que los ojos de la Taylor). Es probable, decía Nuria, que la imagen del suicidio con áspid fuera propaganda romana: difícilmente alguien que quiere compartir con su cuerpo la eternidad permitiría que un veneno de ofidio, vasodilatador y pernicioso, lo destruyera implacablemente. ¡A una ocasión tan excepcional como el viaje en el barco solar junto a Ra no se podía acudir sin glamour después de toda una vida disolviendo perlas en el vino! Acudiré a Flamarion (Cleopatra. El mito y la realidad, 1998) a ver qué dice. Pero antes, no quiero olvidarme de dar las gracias públicas, por el cariño que me brindan cada día, a las Liz que hay en mi vida.

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