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Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
domingo, 4 de marzo de 2012
ELIZABETH, UNA ESPECIE DE VIRGEN LAICA
Un lector me ha escrito preguntándome por qué el retrato de Elizabeth al que me refería en una entrada reciente se nos antoja tan postizo, tan irreal. No es fácil responderle, porque sabemos que no existe la documentación imparcial, sin prejuicios ni intereses. Los retratos, por ejemplo, constituyen parte del proyecto de pasar a la posteridad con una imagen digna, mejorada en la medida de lo posible. El caso de Isabel Tudor no sería ninguna excepción, pero en su caso parece que su figura ha sido tan retocada que incluso podemos cuestionar la veracidad de la imagen que nos ha llegado. Eso nos hace intuir que Isabel utiliza el retrato con fines más complejos que pasar a la posteridad con una imagen digna. ¿Qué necesidades la empujarán a hacerlo?
a) Antecedentes poco ilustres. Cuando Isabel llega al trono, sus súbditos la comparan inevitablemente con el recuerdo que había dejado su hermana. Cualquier talante crítico podría resumir el reinado de María utilizando el fracaso bélico que había supuesto la pérdida de Calais, el desorden religioso que había provocado el intento de volver a la ortodoxia católica sirviéndose de la alianza española, y la represión sangrienta de cualquier disidencia religiosa.
b) Su sexo, por otra parte, inspiraba escepticismo. La regencia de María de Guisa, en Escocia, y la propia huella de Bloody Mary, en Inglaterra, ya habían planteado el debate sobre la capacidad de las mujeres para gobernar, durante el que John Knox se pronunció sosteniendo que el gobierno de las mujeres subvertía el orden natural, porque precisamente estaba en la naturaleza que el macho ejerciese el dominio sobre la hembra. Aunque estaba claro que el cuerpo político del rey era superior que el cuerpo natural, la realidad imponía que el cuerpo físico de una reina requería del matrimonio para completar un cuerpo político sirviéndose del matrimonio: era impensable que una mujer manejara el reino sin el apoyo de un consorte, pero si se casaba sería guiada por los intereses del marido. El matrimonio era pues un arma de doble filo: contra ese peligro de subordinación de los intereses ingleses a una dinastía extranjera podría levantarse una facción cortesana.
c) Un pasado cuestionable. El tercer problema de la imagen de Isabel en 1558 era que durante el reinado de su padre –en plena lucha de Enrique VIII por garantizarse un heredero varón- sus hijas habían sido repudiadas: la misma Isabel había sido arrancada en 1536 de su madre, y a continuación excluida de la sucesión, escondida del rey, y declarada bastarda para desanimar posibles ambiciones sectarias. Aunque el rey corrigió posteriormente ese desaire porque fue consciente de que había devaluado su sangre en el mercado de las alianzas matrimoniales, poco dado a aceptar a las princesas de segunda, cualquier opositor podrá tomar ese pasado como excusa para proponer alternativas aparentemente más legítimas.
En conjunto, pues, el currículo de Isabel en 1558 constituye una pésima carta de presentación. Lo cual obligó a crear un producto deliberado que superara cualquier crítica. Para hacerlo, también tenía cosas a su favor: al ejemplo que le reportaban el recuerdo de su madre, sus hermanos, sus madrastras, y los nobles que perdieron la cabeza –y no precisamente de forma retórica- en ambiciones veleidosas, cabía añadir la propia experiencia, que incluía su reclusión en la Torre de Londres como sospechosa de sedición. Ese bagaje la habían hecho suspicaz, incluso es posible que algo pragmática, cuando no descreída, en materia religiosa. Había sobrevivido a la inestabilidad política de la dinastía y a los bandazos impuestos por las facciones nobiliarias acumulando un importante rodaje en materias tan importantes para un cortesano como el fingimiento y la sutileza. Y se dispuso a utilizarlas para reinar.
Los retratos pintados durante sus primeros años al frente del reino nos parecen hoy tan provisionales como debía parecerles su gobierno a sus contemporáneos. Reflejan que en aquel momento no había aún una política religiosa consciente y dirigida, o que no se había concebido la noción de retrato real como propaganda. Con el paso del tiempo, vamos detectando cómo la representación de Isabel acaba formando parte de un plan para justificar su ascenso y permanencia en el poder. Es un lenguaje inédito hasta entonces, como demuestra el catálogo de estrategias que con tanto acierto realiza Rosa E.Ríos Lloret en un interesantísimo artículo en la revista Pedralbes. Los dos ejemplos más característicos serían…
- la exagerada exhibición de los signos externos de la viudez, incluso cuando el tiempo de duelo ha pasado, tan propia de Catalina de Médicis o Luisa de Saboya, que justifica el gobierno femenino mediante la excusa de que ella es la encargada de preservar y transmitir el legado del esposo.
- La presencia del beneplácito masculino mediante símbolos que remiten al espectador al hombre del que procede el poder temporal delegado que ejerce la reina. Los retratos que Alonso Sánchez Coello pintó de Juana de Austria o Isabel Clara Eugenia recuerdan a sus respectivos padres mediante medallones o camafeos que recuerdan la condición de la retratada como hija del hombre más poderoso.
Ambas fórmulas representativas dejan claro que el poder de las mujeres provenía en realidad de sus maridos, padres o hijos. Pero la reina de Inglaterra prefirió investirse de todos los símbolos de poder, así como de galas y joyas, hasta parecer un icono inalcanzable: pocos monarcas han hecho del retrato mayestático un ejemplo de magnificencia sin parangón. Parece que la estrategia singular se iniciara en 1559, cuando el Parlamento, buscando un futuro de certidumbres, le aconsejó el matrimonio. De la respuesta real se desprende que su heroica virginidad era el símbolo de una reina limpia, quien no conocía el sexo porque este era un asunto de hombres y mujeres comunes, y no de una reina ungida por Dios. Poco después empieza a representarse como una virgen: podía serlo en tanto madre protectora de la causa protestante, en tanto símbolo e imagen sagrada por ser el vértice de su iglesia, y –concluyendo las ventajas de la soltería del recuerdo de su hermana- en tanto estaba casada exclusivamente con su reino. Al eludir todo compromiso abrió todo tipo de especulaciones que han llegado hasta hoy: sin embargo, por mucho que se hayan imaginado enfermedades o deformaciones, lo que intentaba publicitar la virginidad es que el cuerpo de la reina y el cuerpo político del reino eran inseparables. Ese “casamiento con el reino” implicaba un sacrificio personal que la legitimaba permanentemente como madre; quizá en recordatorio de esa soledad los retratos de Isabel transmiten un desolado aislamiento. No debemos olvidar el drama personal de quien no podía entregar su corazón porque estaba prisionera de la máscara que creó. Si tras esa sagrada palidez palpitaba un corazón, lo cierto es que cualquier sentimiento fue sacrificado en el altar de la estabilidad política. El personaje se merendó a la persona, hasta el punto de que –a medida que transcurría el tiempo y la sucesión seguía sin resolverse- crecía la incertidumbre y la reina, para acallar los temores, se veía obligada a un rejuvenecimiento permanente, que casi le negaba condición mortal y debía mantener imperecedera su legendaria belleza. De ese empeño, y de la necesidad de mantener la expectativa (y con ella, la calma) de las diferentes facciones cortesanas, vienen esas acusaciones de la anciana conspicua, que da esperanzas a sus jóvenes pretendientes con el objetivo de mantenerlos tan expectantes de la (máxima) gracia real, como alejados de pretensiones conspiradoras.
Es en ese contexto que las descripciones de la reina mencionan siempre una piel muy blanca, lograda con “una loción cosmética hecha de clara de huevo, cáscara de huevo pulverizada, alumbre, bórax y semillas de amapolas blancas”. El ideal renacentista de piel blanca exigía a muchas mujeres –como Isabel hacía- que decoloraran sus cabellos sentándose al sol, protegiendo su cutis de los rayos solares con una máscara que sujetaban mordiendo un botón colocado por el interior de la máscara a la altura de la boca. A medida que avanzó el siglo XVI, aumentaron los esfuerzos para acercarse al ideal: se pintaban los labios de rojo, se daba lustre a las mejillas con clara de huevo, se dibujaban en el busto líneas finísimas simulando venas, se usaba belladona para dilatar las pupilas, se comprimía la cintura con piezas de metal o madera cosidas al corpiño, o se ponían rellenos en las caderas, etc. La blancura de la reina venía a reforzar la imagen de virginidad, que a su vez permitía a la iglesia anglicana –sometida al escrutinio regio- sustituir el culto mariano expulsado de las iglesias por la ortodoxia protestante. Por todo ello, el “Armada Portrait” la representa joven y brillante, a sus 55 años. Se trata de una imagen que conmemora la derrota de la armada española, como demuestran las alegorías que se cuelan por las ventanas. Marilee Coody afirma que una mano se proyecta sobre América porque aquel año había nacido en Virginia, -la colonia bautizada así en su honor- el primer niño inglés. Otro niño, cargado con una pesada corona en Escocia, recogería la herencia de Isabel. Pero esa es otra historia…
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2 comentarios:
Un tema tan poc tractat als mitjans del país -per no dir que absol·lament desconegut- com fascinant. Per una altra aprt, has fet una anàlisi bona, pormenoritzada, i el més excepcional: busques relacionar-ho amb història, societat i política. Felicitats maco!
Jaume Alabart, historiador de l'art i crític d'art UB
Per cert maco, se m'oblidava, dius "Un lector me ha escrito"?. Uff. Sigues sincer, fora de malalts obsessionats per internet com jo que t'han mirat per primer cop en fer una cerca específica a la xarxa, qui et llegeix freqüentment?. Hahaha!, ni que fossis un columnista de El País, un assagista. Quina barra, li diuen vanitat, tenen alguns. Jaume Alabart
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