Un espacio para el encuentro con historiadores y apasionados por la Historia. Con los que se emocionan con la polémica historiográfica, con la divulgación o la investigación. Y creen en la Historia como instrumento de compromiso social. Porque somos algo más que ratones de biblioteca o aprendices de erudito. Porque nuestro objeto de estudio son personas.
Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
martes, 4 de agosto de 2009
RETRATOS ROMANOS (ESCRITOS Y ESCULPIDOS)
De niño, la serie de televisión Yo Claudio y la consiguiente lectura de Robert Graves me despertaron la pasión por la historia. De mayor me concentré en la época moderna, pero la Roma del Alto Imperio me sigue poniendo a cien, y por eso ocasionalmente recalo en algún libro para comprobar que de Historia Antigua no tengo ni idea. También me sirve para fijarme en las metodologías con las que los expertos en el periodo estudian la sutil y frágil relación entre el poder unipersonal (clientelar, patrimonial) en formación y las clases poderosas que le discuten el monopolio arrebatado. Del estudio de esa dialéctica tendríamos mucho que aprender, a mi juicio, los modernistas preocupados por el ejercicio del poder que, cada vez con más reparo, llamamos “absoluto”.
Consciente de que se me escaparon dos prometedoras biografías de mis personajes favoritos del mundo clásico, Calígula (la película cuyo guión escribió Gore Vidal todavía me +turba) y Livia, (a la que siempre imaginé glamurosa como Joan Collins en Dinastía), he ojeado hoy Vida de los Césares (Crítica, 2009), un reciente compendio de doce breves estudios a cargo de otros tantos especialistas, coordinados por el autor de ambas biografías: Anthony Barrett es catedrático emérito en la Universidad de British Columbia en Vancouver.
El tratamiento historiográfico que ha recibido Cayo –Calígula para los amigos, si es que los tuvo- ha oscilado entre la “locura” descrita por sus contemporáneos, que por otra parte “no ofrecen acciones concretas asimilables a la locura en su sentido clínico”, hasta la esquizofrenia diagnosticada por la psicología decimonónica sin apenas someter las fuentes a crítica: por mucho que no pudieran sentar al sujeto en cuestión en su diván, no podía salir nada riguroso de una lectura de Suetonio que no se cuestionara su intencionalidad. Y es que, por mucho que el autor de De Vita Caesorum tuviera acceso a la documentación de palacio y por tanto podamos creer, si no los detalles, al menos el cuadro general del ambiente de excesos descrito por él, no debemos olvidar que pretendía retratar el estereotipo del tirano entregado a todo tipo de vicios porque a fin de cuentas Suetonio representaba a la aristocracia senatorial privada de poder, consciente de la falsedad de la “restauración republicana” que se venía publicitando desde Octavio (Augusto para los amigos, entre los que tampoco me cuento).
Después de hacernos reparar en lo significativo de la figura de Calígula, el primer “emperador” que asciende con el apoyo pretoriano y el primero que fue derrocado por la misma mano, Garrett siembra un montón de dudas sobre el bueno de tío Claudio: por mucho que su cojera y su tartamudez le hicieran parecer maleable a los ojos pretorianos, el episodio de la cortina –con sus deditos asomando- siempre me pareció, cuando menos, pintoresco. Parece que a Garrett también, ya que afirma que la imagen del tirano desenfrenado que ha quedado de Calígula proviene de Claudio, quien –para cimentar la estabilidad de su autoridad- “debía sanear la autoridad imperial asegurando la excentricidad /anormalidad de su sobrino”. Claudio hizo tan buen trabajo que hoy la visión de su sobrino como un degenerado enfermizo sigue siendo un lugar común: rescribir el pasado se le daba bien porque, a fin de cuentas, era un historiador concienzudo acostumbrado a trabajar con material tan sensible como cartaginés.
Barrett intenta defender la racionalidad de la figura de Calígula como la de “alguien decidido a sustituir el principio augústeo de gobierno por otro más próximo: el modelo helenístico”. Que, con su prokynesis y todo, era bastante más práctico: se puede resumir en la máxima "por mis cojones que mi caballo será senador porque mi capricho está bendecido desde muy arriba, y si tienes algún problema antes de hablar traga saliva". El especialista correspondiente a las páginas de Nerón se encuentra con el mismo problema cuando compara el quinquenivm neronis (el período en el que el artista fue adorado) y el resto de su principado (en el que los romanos se tapaban los oídos cuando le veían correr a por el arpa): bendiciones o condenas de las fuentes no son más que visiones senatoriales, lo que les hacía buenos príncipes era “la deferencia hacia el senado como organismo y la creación de un espacio para las ambiciones de los órdenes superiores”. Y, en cambio, si la nobleza senatorial no participaba del poder, dejaba escritas minuciosas descripciones de desenfreno sexual, aderezadas con suculentos detalles, que servían para alejar al princeps del virtuoso, estoico y contenido senador romano de toda la vida, negando así cualquier legitimidad a su autorictas.
La dificultad de obtener una visión equilibrada de aquellos autócratas es extensible a la escultura: para identificar a quién representan urge encontrar una inscripción que confirme la identidad, compararla con los perfiles de las monedas y contrastarla con otras réplicas. Se trata de reconocer una semblanza física razonable y –tal y como he leído hoy en los plafones de la exposición Rostres de Roma- fijarse bien en los peinados: ¡parece ser que eran copiados con tanto rigor que la disposición de los mechones permite identificar personajes!
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