El auto-bombo que satura este blog ha abandonado últimamente sus márgenes para derramarse con egocentrismo por las entradas. Por eso me apetece hoy presentar el contenido del trabajo de investigación que, precipitada y alevosamente, desarrollé en el Archivo Histórico Nacional este verano para ganarme el certificado de suficiencia investigadora. Lo presenté ante el tribunal en septiembre y me gané otro inmerecido excelente, por el que quiero dar las gracias al tutor de mi tesina: Joan Bada se acaba de jubilar y sin embargo conserva una aparentemente inagotable pasión por la investigación, la docencia y la Historia. Es un hombre sabio y un profesor exigente, paciente en la escucha y con un indefinible brillo en la mirada que quizá no sé explicar porque se me agotó la fe en alguna esquina del camino, siendo adolescente. El autor de una Història del cristianisme a Catalunya (Pagès, Lleida, 2005) más atenta a la iglesia como asamblea de cristianos que a la jerarquía y sus dogmas es un sacerdote peculiar, capaz de impulsar un manifiesto contra la radio vociferante de los obispos. Me propuso que trabajara con los archivos inquisitoriales y cuando le respondí que me quería centrar en los procesos por sodomía, ni se sorprendió ni se escandalizó. Al contrario: me proponía hace poco que, si quería convertir mi trabajo en una tesis y le hacían emérito y por tanto le capacitaban para poder dirigir tesis, lo haría encantado.
Mi trabajo acaba reseñando un documento que reúne todos los ingredientes que he podido encontrar al sistematizar la búsqueda documental de sodomitas en las relaciones de causas que el tribunal barcelonés del Santo Oficio de Barcelona enviaba a la Suprema. Se trata de la causa de Mateo Cabanya, un soldado piamontés de treinta y siete años inculpado en 1603 por ocho testigos de que había dormido en un aposento de un mesón con un muchacho francés. Ese joven, que se llamaba Etienne, declaró que había sido sobornado, porque le habían ofrecido “llevarle consigo, que él yría a la corte a servir los príncipes de Saboya”, y que después de acostados, Mateo le había “abrazado y besado y dicho que le quería mucho”. Los cirujanos le hallaron una inflamación que creyeron demostraba que aquellas partes habían recibido fuerza, por lo que fue desterrado. Mateo no tuvo tanta suerte: “fue puesto a cuestión de tormento y solamente de seis vueltas de cordel no muy apretadas y después ligado a la garrucha se le hizo conminación de subirle en ella y mostrándole las piedras que suelen atarse a los que por ella suben y estuvo negativo, vuelto a ver en consulta se acordó se le diesen cien azotes por las calles” (AHN, Inq., Libro 731, f. 496.) y fuera enviado a galeras.
En esta historia con minúsculas, anécdota para nosotros pero drama para sus protagonistas, hay un soldado adulto, aparentemente soltero y alejado, en su vida cotidiana en la milicia, de cualquier contacto con mujer; hay un joven, sobornado con promesas de un futuro mejor que quizá pueden calmar su necesidad, y quizá calmen algo más. Hay unos testigos –ocho, por si fueran pocos- que denuncian, erigidos en salvaguarda del orden social, haberles visto compartir cama en un espacio de sociabilidad masculina en el que transcurren muchas de las historias de sodomitas de las que nos ha dejado constancia el aparato funcionarial de la inquisición: el mesón, la posada, que proporcionan la intimidad, el acceso al contacto, la oportunidad… Esos ocho denunciantes, por su parte, representan la mirada vigilante, condenatoria, temerosa del castigo divino, de una sociedad en proceso de estandarización, sometida a reglas, presta a condenar cualquier disidencia.
Hay una estructura funcionarial implacable y fría, consagrada a extirpar la mala costumbre para alejar el castigo divino, dispuesta a arrancar la confesión bajo tortura con cotidiana ejemplaridad, siguiendo instrucciones precisas que vienen de mucho más arriba...
Hay también unos insólitos abrazos y unos desesperados besos, incluso una precipitada promesa de amor pasajero: le dijo “que le quería mucho”. Todo lo cual podría desmentir, si me hubiera encontrado algunos casos más, la acusación que pesa sobre los sodomitas (aún hoy) de que evitan cualquier afecto. En aquel caso de 1603, el deseo debió romper los diques del disimulo y la contención, y nos permite intuir que en el sexo furtivo de los sodomitas había más que promiscuidad y precipitación desordenada.
Y finalmente, hay un castigo que, como la mayoría de las sentencias de sodomía, no es de muerte entre las llamas. Pero que incluye el dolor de unas personas desterradas, azotadas, cosidas durante años al remo de una galera. No queda rastro histórico del dolor –físico o íntimo- que sufrieron. Y por eso no podemos apenas referirnos a él. Tenemos que historiar las vivencias de los “homosexuales” –perdón por el anacronismo- de entonces a través de los castigos que recibieron, que sí han quedado escritos en el lugar donde yo he buscado sus sueños y sus deseos, sus ansias por compartir y por abrazar (¡Aunque no por casarse!). Me gustaría haber conseguido darles voz de alguna manera, en la confianza que empatizar con su sufrimiento no implica olvidar el rigor histórico.
Un espacio para el encuentro con historiadores y apasionados por la Historia. Con los que se emocionan con la polémica historiográfica, con la divulgación o la investigación. Y creen en la Historia como instrumento de compromiso social. Porque somos algo más que ratones de biblioteca o aprendices de erudito. Porque nuestro objeto de estudio son personas.
Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
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1 comentario:
Interesante artículo!
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