Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

miércoles, 19 de septiembre de 2012

LA JIRAFA MEDICEA Y LA FACHADA DEL PODER


Quienes han visitado París este verano han podido visitar una exposición sobre la historia de una jirafa que Mehemet Alí, buscando el apoyo francés para librar Egipto del yugo otomano, regaló a Carlos X en 1826. La muestra respondía a una película de animación algo fantasiosa y ha tenido tal éxito que se ha prorrogado hasta finales de este mes. La noticia me ha recordado otra jirafa, la que Lorenzo de Médicis acogió en Florencia. Leí su historia en un libro de Marina Belozerskaya, una historiadora que -fascinada por el relato que Silvio Bedini dedicó al elefante blanco con el que el rey portugués pretendió ganarse el visto bueno de León X (1516) en el monopolio especiero- pensó que los modernos zoológicos, entendidos como instituciones educativas, surgieron en el siglo XIX de las antiguas colecciones reales, de propiedad y disfrute privado. Aunque dice querer estudiar cómo esas colecciones sirvieron a las necesidades políticas prácticas de los príncipes, finalmente no responde a esa inquietud. Sin embargo, la colección de historias con animales resulta adictiva.

La que da nombre al libro empieza preguntándose por qué Giorgio Vasari -cuando pintó el retrato de Lorenzo recibiendo a los embajadores para los apartamentos del Gran Duque Cosme I en el Palazzo Vecchio- inmortalizó en el ángulo superior derecho una jirafa que el Médicis recibe como obsequio, de tal modo que atrae tanto la mirada del espectador como el mismo Lorenzo. Según Marina Belozerskaya, porque la ostentación constituye la clave sobre la que los Médici construyen su poder.

Ya en 1459, cuando Lorenzo apenas tenía 10 años, asistió a la recepción que Cosme el Viejo ofreció al Papa Pío II y a Galeazzo Maria Sforza, hijo del duque de Milán, a quienes ofreció un combate de animales como los que la nobilitas romana ofrecía en la Roma antigua. Cerraron todas las calles que desembocaban a la Piazza della Signoria, transformándola así en un gran escenario rodeado de tribunas en las que se apiñaron miles de espectadores. Sin embargo, el espectáculo fue un desastre porque los leones florentinos, bien alimentados, se habían vuelto mansos, y no atacaron a los rumiantes que soltaron en la plaza. Lorenzo recibió allí una de sus primeras lecciones de política: la exhibición de animales podía constituir un espectáculo memorable que impresionaba al público.

Años más tarde, tras la conjura de los Pazzi que acabó con la vida de su hermano Giuliano y a poco estuvo de costarle la suya, Lorenzo vio amenazada la república que controlaba informal pero férreamente. Temiendo que el rey Ferrante de Nápoles utilizara la excomunión dictada por el papa Sixto IV como excusa para amenazar Florencia, Lorenzo marchó en secreto a negociar directamente con él, dejando un mensaje a los florentinos que -leído en público- conmovió al pueblo hasta las lágrimas: “Decidí exponerme a cierto grado de peligro antes que permitir que la ciudad continúe sufriendo por más tiempo sus presentes desgracias (…) Lo que más deseo es que mi vida y mi muerte, y lo que es bueno y malo para mi, sean siempre para beneficio de nuestra ciudad”. Mientras esa propaganda vinculaba la supervivencia de Florencia a su sacrificio, él pasó dos meses en la corte napolitana seduciendo al rey con su encanto, sus regalos y la promesa de ayuda florentina. Esa experiencia en el arte político de fingir le demostró la importancia de las apariencias, por lo que -cuando regresó a Florencia convertido en un héroe- era consciente de que la fuerza de su posición allí dependía del respeto que inspirara, dentro y fuera. Así que recurrió a dos estrategias para ganarse ese respeto. Por un lado, se sirvió de la vía dinástica: en 1484 aprovechó el ascenso de Inocencio VIII al solio pontificio para pactar el matrimonio de su hija Magdalena (13) con el hijo ilegítimo del pontífice, Franceschetto (37), aportando una buena dote al matrimonio y un préstamo barato al papa. La segunda estrategia se inspiró en la antigüedad romana: sabemos que Lorenzo tenía en su biblioteca la Historia Romana de Dion Casio y la Historia Natural de Plinio el Viejo en su biblioteca. Ambas describen la exhibición de felinos, aves exóticas y 40 elefantes con antorchas encendidas en la trompa que César hizo desfilar en Roma tras la derrota de Pompeyo... junto a una jirafa. Quizá se decidió a emular a César: la antigüedad clásica era fuente de inspiración para los hombres del renacimiento, y, a fin de cuentas, sus opositores -como a César los suyos- le veían como un tirano que trataba de someter la república. Así lo demuestra que un “Diálogo sobre la libertad” que Alamanno Rinuccini dejó inédito tras el fracaso de los Pazzi, les alababa por defender la libertad, como en su día habían hecho Bruto y Casio al matar a César.

Quizá fue así como una jirafa se convirtió en parte de una estrategia de ascenso social y dominio político. Marina Belozerskaya afirma que “manifestarse magnificente mediante posesiones ostentosas y lujosas formaba parte del arte de parecer más poderoso que los demás”. Y es que -aunque nosotros estamos superficialmente familiarizados con gran variedad de animales a los que damos por habituales- los animales exóticos aparecían ante la gente, en tiempos anteriores a la televisión, como seres poderosos, maravillosos y aterradores. Por eso Lorenzo debió pensar que una jirafa viva, un animal que la Europa cristiana desconocía, elevaría su prestigio por encima de otros poderosos, que podían tener otros animales exóticos, pero ninguno tan extraordinario. Dolores Carmen Morales Muñoz, profesora de la UNED que estudia la zoohistoria, ha afirmado que “tener un elefante o una jirafa vendría a ser algo parecido a poseer hoy un yate o un jet privado”, y Marina Belozerskaya añade que “puesto que Lorenzo no reunió un jardín de fieras completo, (…) consideraba al animal un instrumento político, un golpe de efecto”.
 
Así fue como el embajador que Florencia envió a El Cairo para negociar nuevos compromisos comerciales con los mamelucos que controlaban Egipto recibió también el encargo de conseguir una jirafa. Afortunadamente, el sultán también necesitaba un favor: temía la amenaza que significaba la expansión otomana y que Bayaceto II, el hijo mayor de Mehmet II, quisiera emular la gloria conquistadora que había significado para su padre la caída de Constantinopla (1453) atacando a los mamelucos egipcios con la excusa de que se habían involucrado en la lucha dinástica que Bayaceto sostuvo con su hermano Yim, quien -derrotado por Bayaceto tras tratar de arrebatarle la herencia paterna- huyó a Egipto primero y, tras un nuevo fracaso desde allí, fue capturado en Malta por los caballeros de la Orden de San Juan y conducido prisionero a Francia. El sultán de Egipto quería custodiarlo para disuadir a Bayaceto II de una eventual agresión. Sabía que el Papa también pretendía alojar a tan ilustre prisionero para asegurarse de que los otomanos no se lanzarían sobre Italia (¿Otranto?), y que Lorenzo estaba forjando una relación familiar con el Papa Inocencio. Así que, cuando en 1485 Bayaceto firmó la paz con Hungría y Venecia, temiéndose lo peor, el sultán egipcio pidió ayuda a Lorenzo. La coincidencia de tal S.O.S con la llegada de la jirafa a la Toscana (1487) nos permite sospechar que el trato consistió en cambiar una jirafa por un príncipe otomano.

El caso es que el domingo 11 de noviembre de 1487 los florentinos se atropellaron por calles y plazas para presenciar el desfile de una larga procesión de extranjeros ataviados con altos turbantes, acompañados de servidores de piel oscura cargados de cajas de metal exquisitamente trabajadas, y un buen montón de leones y caballos, a los que seguía una criatura de más de 5 metros de alto, cuyo aspecto les pareció estrafalario pero bello, musculoso pero delicado, torpe pero elegante, cuyos grandes ojos “de un pardo oscuro (...) contemplaban mansamente a los presentes por debajo de largas y espesas pestañas”. Nuestra autora parece haber recogido multitud de fuentes, a las que no cita apropiadamente, que nos permiten constatar la impresión que causó la jirafa: “un calderero llamado Bartolomeo Masi registró en su diario que los animales enviados por el sultán eran los más maravillosos que se habían visto en la ciudad y que la jirafa era tan dócil como un cordero. Otro florentino, Antonio Constanzi, escribió un epigrama contando que la jirafa, cuando fue paseada por las calles de la ciudad, aceptaba apetitosos bocados de sus admiradores. Mansa y amable, comía delicadamente de las manos de los niños, que le ofrecían pan, heno y frutas (…) Dócil e inteligente, tenía hechizados a los florentinos con su amable disposición, sus grandes y húmedos ojos, sus atentas orejas y su elegante manera de hacer girar el largo cuello para echar una mirada a su alrededor”.

Seis meses después, el enviado del sultán iniciaba su regreso. Le acompañaba el embajador florentino que debía interceder en Roma para obtener del Papa -que prohibía las ventas de armas a los infieles- la autorización que permitiría a los mamelucos conseguir el armamento que podrían necesitar si se producía el ataque otomano. El 17 de enero de 1489 se informaba a Lorenzo de que la venta había sido autorizada, y en marzo, Yim quedó bajo custodia papal. Ese mismo mes, Lorenzo recibió la noticia que suponía el encumbramiento definitivo de los Médici: Inocencio VIII nombraba cardenal a un hijo de Lorenzo, Giovanni (13), quien llegaría a ser en 1513 el Papa León X.

¿Y la jirafa? Pues falleció en 1488. Parece que se le atascó la cabeza entre las vigas del pajar donde se la guardaba. Aterrada, debió sacudir el cuello con demasiada fuerza, para librarse, y cayo muerta al suelo con el cuello quebrado. Sin embargo, después de su muerte continuó siendo un símbolo del triunfo político de Lorenzo, como demuestra que el gran Duque Cosme I encargara a Vasari, muchos años más tarde, las pinturas que recordarían, en la antigua Signoria, sus antecedentes ilustres. En la pintura dedicada a Lorenzo se incluye su flamante jirafa porque sus sucesores la consideraron un símbolo de su ascenso.

jueves, 13 de septiembre de 2012

LIBERTAD SIN IRA (JARCHA, 1976)



Suelo hacer cuadrar este video cuando, al final de curso, termino la Historia de España de segundo de Bachillerato. Intento siempre que suene siempre los últimos minutos, para que -al acabar la canción- suene el timbre y acabe también la última clase. Colgarlo aquí me servirá para tenerla a mano, pero también creo que urge recordarla en estos días en los que hay quien quiere refundar España sobre nuevas bases democráticas, mientras otros se aferran a un inquietante patriotismo constitucional para poder decir que no. ¿Se precipitarán los acontecimientos?

sábado, 1 de septiembre de 2012

1755 (2): EL TERREMOTO DE LISBOA Y EL ECLIPSE DE DIOS



Hoy sabemos las causas del terremoto que asoló Lisboa en 1755: las dinámicas confrontadas de las placas tectónicas africana y europea provocaron el seísmo, cuyo epicentro se encontraría en algún punto de la falla Azores-Gibraltar. Sabemos que la primera gran sacudida duró unos 7 minutos y alcanzó -si Richter hubiera nacido- una intensidad que situaríamos en torno a los 8,7 grados de su escala. En definitiva podemos construir un discurso que explique la catástrofe gracias a las encuestas que, para calibrar los daños y recabar información, impulsaron los gobiernos de Lisboa y Madrid. Con aquellos cuestionarios la sismología apenas daba sus primeros pasos, por lo que las explicaciones en torno a la catástrofe se buscaron de otro modo. De hecho, aquellas sacudidas, con sus grietas en la tierra liberando gases sulfurosos, los cientos de fieles sepultados entre los escombros de las iglesias, la retirada del mar y la consecuente ola gigantesca, constituyeron un fuerte revulsivo para la historia del pensamiento: el terremoto de Lisboa hizo que se tambalearan mucho más que edificios, porque el alcance de la destrucción no dejó indiferente a la Europa pensante. No sólo se derrumbaron el 85% de los edificios de Lisboa, incluidos los archivos reales que guardaban, por ejemplo, los informes de las exploraciones de Vasco de Gama. En la tragedia murieron 90.000 de los 275.000 habitantes de la ciudad, personas de toda condición. Sobre el embajador español, por ejemplo, se derrumbó su fachada. Y si la familia real se salvó fue porque había salido al campo por la insistencia de una de las infantas. Era imposible no preguntarse por qué Dios se había ensañado de aquella manera con una ciudad tan devota, cuyos fieles llenaban, aquel día de Todos los Santos, las 40 iglesias de la ciudad.


La explicación providencialista culta. Según Evaristo Álvarez Muñoz (Universidad de Oviedo) Leibniz había publicadoTeodicea: ensayos sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal” para refutar el Dictionnaire Historique et critique (Amsterdam, 1697) de Pierre Bayle, porque en esa obra, afirmaba, “la religión y la razón aparecen en lucha”. Él se proponía conciliarlos con una teología natural, lógica, prescindiendo de la fe en verdades reveladas. Partiendo de “la existencia de un sólo Dios perfectamente bueno, poderoso y sabio”, se planteaba el problema de la existencia del mal en el mundo porque “aún cuando no concurra Dios en las malas acciones, (…) las permite, pudiéndolas impedir por virtud de su omnipotencia”. Así que la existencia del mal en un mundo creado por un Dios bueno, sabio y omnipotente sólo podía deberse a un descuido de la bondad, al desconocimiento de los pormenores o a pequeñas limitaciones a su poder. Sin embargo, su especulación acababa concluyendo que “la causa del mal particular es el bien metafísico que todo lo abarca”. Y es que, desde Newton, los científicos creían que -siendo las leyes de la naturaleza reguladas por Dios- el sufrimiento particular constituía una excepción intrascedente que -aunque suponía desviaciones del plan providencial- podía ser causa de un bien mayor. Si se parte de que el orden universal es perfecto, la mirada global permite pensar que lo que es malo para unos puede ser parte del bien general. Esta especie de “no hay mal que por bien no venga” ponía como ejemplo que las catástrofes del pasado han modelado la tierra que hoy nos puede procurar riquezas y comodidades. Leibniz legitimaba también la existencia del mal diciendo que “es insípido comer siempre manjares dulces, y deben mezclarse con cosas agrias, ácidas y áun amargas, que excitan el gusto. Quien no ha gustado lo amargo no ha merecido lo dulce ni lo apreciará nunca”. Esta confianza optimista en que el mal menor puede formar parte del bien común será atacada por los ilustrados en 1755.

La primera reacción de Voltaire a las noticias del terremoto. Según Thomas Kendrick (The Lisbon Eartquake, NY, 1955), Voltaire tenía terminado el Poème sur le désastre de Lisbonne, el 7-12-1755. En su prefacio ya advertía que pretendía evidenciar la insensatez del optimismo de Leibniz, al que denomina “la filosofía del tout est bien”. Pero entre líneas se lee también una increpación a Dios en nombre de la razón contra los disparates de la naturaleza. ¿A qué conclusiones llega? Pues a que las desgracias demuestran la innegable presencia del mal en la tierra, frente a las que el hombre es un ser débil e indefenso, ignorante de su destino, que se encuentra expuesto a terribles amenazas. En su crítica a los filósofos optimistas, les pide que contemplen las ruinas de Lisboa y piensen en el destino de las víctimas. ¿Pueden seguir considerando que la providencia de un dios benevolente lo ha querido así? ¿Que esos cadáveres son cuerpos de pecadores, incluidos los de los niños, son justas victimas de la ira de Dios? ¿Que el universo sería un lugar peor si Lisboa no hubiese sido destruida? Duda de que las afirmaciones optimistas constituyan un consuelo a las desgraciadas víctimas, de que las desgracias respondan a una voluntad suprema benéfica, de que las muertes cumplen un papel determinado en el plan maestro de Dios. Y trata de demostrar que ningún optimismo justifica los pesares y sufrimientos que afligen al ser humano, una criatura débil e ignorante, abocada al sufrimiento y la muerte.


La reacción de Rousseau al Poême de Voltaire: la Lettre sur la providence Dice Evaristo Álvarez Muñoz que, en sus “Confesiones” (Cap. IX), Rousseau explicaría que respondió al poema creyendo que el propio autor se lo enviaba, y que -temiendo perjudicar la salud del irritable Voltaire- envió la respuesta a su amigo y médico personal, para que valorara si mostrársela era conveniente. Su objetivo era, añadía, hacer entrar en razón a aquel pobre hombre colmado por la prosperidad y por la gloria, que declamaba amargamente contra las miserias de esta vida. Ya se había pronunciado en Premier Discours contra el optimismo ingenuo y contra la fe en el progreso (1750); ahora criticaba el pesimismo de Voltaire en una larga carta (8/1756): “Usted reprocha a Leibniz que insulten nuestros males sosteniendo que todo está bien, pero amplifica de tal forma el cuadro de nuestras miserias que consigue agravar el sentimiento; en lugar del consuelo que yo esperaba, usted me aflige aún más (…) pues suecede lo contrario de lo que usted propone. Ese optimismo que usted encuentra tan cruel, sin embargo, me consuela de los dolores (…) Hombre, ten paciencia, me dice Leibniz. Tus males son un efecto necesario de tu naturaleza y de la constitución del universo. SI el ser eterno no lo hizo mejor será porque será imposible hacerlo mejor (…) ¿Qué me dice ahora su poema? Sufre de por vida, desgraciado. Si hay un Dios que te ha creado, y que es todopoderoso, sin duda podría evitar tus males, pero no esperes que se acaben”.

En su escrito, Rousseau también se posicionaba sobre las causas de la tragedia lisboeta, aunque su análisis nos parece más profano: “Yo no creo que se pueda buscar el origen del mal moral en otro sitio que no sea en el hombre libre (…) Convendrá usted que no fue la naturaleza quien concentró allí 20.000 casas de seis o siete pisos y que si los habitantes de esta gran ciudad hubieran estado más regularmente dispersos el desastre hubiera sido mucho menor, tal vez nulo. ¿Y cuántos desgraciados habrán perecido en esta catástrofe, uno por querer recoger sus ropas, el otro sus papeles, el de más allá su dinero?”. Es decir: no sería la naturaleza (ni su divino regulador) la principal responsable de la catástrofe, sino la mala calidad de la construcción y el hacinamiento de las casas, una valoración que demuestra la progresiva secularización del debate sobre el mal, y la creciente crisis del providencialismo.

Kant y el estudio científico. Mientras temblaba el Atlántico, Immanuel Kant se estrenaba como profesor auxiliar de la facultad de filosofía de Königsberg. Impactado por el terremoto, recopiló todas las informaciones que llegaban sobre el suceso, y esbozó una teoría sobre las causas de terremotos que desarrollaría en 3 pequeños ensayos que presentaban hipótesis evitando explicaciones sobrenaturales. Kant relacionó el origen de los temblores con el movimiento de enormes cavernas bajo la superficie terrestre, en las que una materia de composición desconocida se inflamaría, resquebrajando la superficie. La hipótesis no responde a la realidad, pero convierte al terremoto atlántico de 1755 en el primero que se estudió con pretensiones científicas.


La segunda respuesta de Voltaire: Cándido. El Poème sur le désastre de Lisbonne es prácticamente un prólogo a Cándido, o el optimismo: ambas obras recogen el mismo ánimo de Voltaire, una angustia existencial que le provocaron tres terribles acontecimientos: el terremoto, el inicio de la guerra de los siete años y el atentado contra Luis XV que provocará la persecución de los filósofos y la consecuente interrupción de la Enciclopedia. Cuenta el viaje iniciático de Cándido, un antihéroe que se ha visto expulsado de una baronía (el paraíso), y arrojado al mundo. Sus viajes le llevarán hasta las reducciones jesuitas de Paraguay, pasando por el legendario El Dorado, Surinam -donde presencia la crudeza de la esclavitud-, París, Venecia y Lisboa... en pleno terremoto. Finalmente acaba en Constantinopla, donde decide adquirir una finca en la que reunir a los personajes con los que ha compartido travesía con objeto de “cultivar su huerto”. Moraleja: en este mundo absurdo, imprevisible e inexplicable, dominado por la ambición, la intolerancia, el egoísmo y la crueldad, es mejor no pensar y refugiarse en un rincón acogedor donde compartir el esfuerzo por trabajar la tierra, cuya necesidad nos une. También aquí carga contra la filosofía de Leibniz y su concepción del mundo como el mejor de los posibles: para hacerlo contrasta la descripción de cuanta injusticia encuentran en sus viajes con las explicaciones que un personaje, Pangloss, el preceptor de Cándido, encuentra para todo gracias al principio de “nada puede ser mejor (porque de lo contrario sería de otro modo)”. Como ha escrito Rocío Peñalta Catalán, “Voltaire caricaturiza el método deductivo con grotescos silogismos, para demostrar que es absurdo buscar la explicación de lo que sucede fuera de este mundo en donde sucede, remitirse a un orden superior para explicar y justificar las incongruencias que se producen a diario”.

Al final de “Cándido”, personajes que han conocido tiempos mejores terminan maltrechos y nostálgicos de sus pasadas glorias, entregados a menesteres humildes. Se está apostando por la tolerancia, por la convivencia en paz de personas muy distintas. Pero también es una llamada al hermanamiento, a la fraternidad: la desdicha general nos obliga a sumar esfuerzos para construir un mundo mejor, a superar nuestras diferencias para ayudarnos mutuamente. Alicia Villar Ezcurra (Univ.Pontificia de Comillas) también advierte que, cuando el optimismo armonicista pasa a ser criticado como un consuelo ofensivo para las víctimas, se nos está empujando a sustituir la compasión por la solidaridad. Si todos compartimos desdichas, todos podemos ayudarnos contra ellas. Somos hermanos ante las tormentas de la vida, por lo que -a la reclamación ilustrada de igualdad y libertad- habrá que añadir la de la fraternidad.